Debí estar muerto – Esteban Pachón.

Por Esteban Pachón.

Debí estar muerto aquel día,  y sin embargo, acá estoy sentado en mi sillón escuchando esta vieja balada,  tratando de recordar porqué sigo vivo. Observo mis manos temblorosas, siento el halo de cada respiración que va y viene al vaivén de la otra. Recuerdo cuando estaba  en medio de la avenida, totalmente aturdido, confundido y embelesado por los alcoholes de la noche, sin saber si iba o si venía, sin poder decidir si quería cruzar la calle o no.

Lo recuerdo muy bien, era muy tarde, y mi cuerpo y mi mente estaban totalmente embriagados, a la salida del bar. Ramón me propuso que fuéramos al bar de la zona este, ya era muy tarde para ir; nosotros estábamos ya totalmente idos en el bar de la zona centro.

No sé cuánto tiempo ha pasado, solo recuerdo que era viernes, yo  salía del bar de los amigos, rumbo a cualquier lado, solo, después de haberme despedido de todos. Veo las luces del auto fantasma  venir hacia mí,  escucho el freno en seco. Era el final, era mi momento, así debía de ser y sin embargo no fue, sigo acá tratando de descifrarlo. No hay repuesta, ni siquiera vale la pena hacer una pregunta, pero pudo ser el final, la ausencia permanente, el adiós de una tormenta, el olvido.

Me veo agonizando en el asfalto tratando de recordar cómo me llamaba,  sin poder hilar más pensamientos, sintiendo como se escapa el sino de mi cuerpo moribundo. Veo llegar los agentes del CTI, hacer el levantamiento, papel, firmas, trámites burocráticos, un número más, eso es finalmente la muerte; una noticia de  vespertinos, nada sublime,  una noticia más, alternada en la tele, con un gol en Italia, una sequía en Angola o  una entrevista a la princesa de Kazajistán , solo eso, nada. Nada importante, nada más y sin embargo esta vida; lo es todo, todo lo que tengo, todo lo que conozco, todo lo que soy, todo lo que puedo ser, aquí y ahora. Celebro.

Más allá del No futuro – José J. Posada. Colombia, 2009.

Por Alejandro Torres.

Hay quienes dicen, dentro del ambiente Punk de Colombia, que Rodrigo D. No futuro, la peli-documental de Gaviria, nos dañó la vida. Pienso que fue una oportunidad de reflexionar sobre las posibilidades de la juventud en medio de un conflicto irracional y que bien pudo traer tantos muertos inútiles que a la larga alimentaron la rabia de quienes lograron sobrevivir y que hoy nos han legado, a su manera, con estruendos de guitarra que no de balas y bombas, documentos sonoros de un tiempo de vida y muerte. Más de veinte años después de la masacre que fue el Medellín de ese entonces, recaba J.J. Posada en la memoria de quienes estuvieron en el nacimiento de la contracultura Punk de Medellín para asentar otra visión: la de cómo el ruido de la ciudad trajo oleadas de jóvenes que hallaron el calor más allá del dolor y en medio de una tribu ruda que es capaz de odiarlo todo menos la vida. Este documental trae a cuento y de viva voz todas esas experiencias que vinieron de escuchar un sonido extranjero que se hizo propio a fuerza del «hazlo tu mismo», esa consigna que permitió sonar al Punk más crudo en medio de la miseria violenta de cada día. Es un homenaje sencillo pero veráz a esa lucha por sacarle partido a una ciudad que no te quiere y de donde sacas alientos para gritar contra todo lo establecido y que nunca pregunta por nosotros a menos que sea para incluirnos en sus cifras lapidarias. Buen esfuerzo para que la historia del Underground colombiano no muera en esa costumbre macabra tan nuestra: el olvido.

Historias enterradas (vivas) – Michel Fais. Berenice,2001.

Por Tomás Ferri.

 

-Está muerto.

-No está muerto, está durmiendo.

-No se mueve, así que está muerto.

-Y si está muerto, ¿cómo es que mueve las orejas?

-Mueve las orejas porque le molestan las moscas.

-Mueve las orejas porque está aburrido de estar quieto tanto rato.

–Si se aburre, ¿por qué no se va?

-No se va porque está muerto. {…}

(Charla entre dos niños sobre un perro que está tumbado al sol.)

Fragmento del último relato “Vida impedida”

 

Sin tener que estar en un cementerio y empezar a escarbar, sin estar en una funeraria para lavar, embalsamar y maquillar, sin recurrir a un médium; escuchamos las historias de los muertos que evocan a quienes dejaron atrás o de los vivos que recuerdan con nostalgia, erotismo, amor o dolor a quienes ya se fueron.  Como voces que se cuelan por las grietas de las tumbas, con un humor ácido, estos relatos se alejan de cualquier estudio tanatológico para mostrarnos como en su cotidianidad el ser humano convive con la muerte, como la vida que se descompone huele peor que la muerte, porque, ¿a qué huele la muerte? Seguramente no a lo putrefacto que puede llegar a heder lo vivo.

Fais escribe este libros de relatos haciendo uso de una variedad de formas narrativas donde de una escena repulsiva puede saltar a un monólogo lírico o a un dialogo que se puede dar en cualquier barrio popular.  Un libro exquisito, quizá no para el paladar de alguien que sufra de tanatofobia.

Con esta colección de relatos Michel Fais ganó el PREMIO NACIONAL GRIEGO DE RELATO 2000.

Me desperté en la ciudad equivocada…Alterado Ego de Tomás Ferri III


Por: Tomás Ferri

Ya estaba perdiendo el control.  De eso estuve seguro aquel día.  Nunca antes había querido estar en los Estados Unidos, pero aquel día me apetecía levantarme y dar una vuelta por la quinta avenida.  Así que me puse una camiseta de los medias rojas que me habían regalado tiempo atrás en una compra-venta de ropa de segunda, y que aún no había reestrenado.  Cuando cerré la puerta me di cuenta que nada marchaba sobre ruedas.  Ya los sonidos romanticones de las palabras me indicaban que nadie estaba hablando inglés.  Escuchaba algunos hablar en una lengua que si acaso podía tomar por francés y otros hablar un español con unos subtítulos poco comprensibles.  No tuve que caminar muchas calles para darme cuenta que no era la quinta avenida, era la calle del agrado.  ¿Qué podía hacer? ¿Irme de tapitas? Pero si no tenía un duro.  Lo peor del asunto era que no quería encontrarme con Gaudí.  Sabía que si me pillaba por allí tomándome una cañita me iba dar el coñazo.

Lo que me subió el ánimo fue que mi camiseta de los medias rojas desentonaba menos allí, quizá hasta podría ir a ver al español y hacerme pasar por republicano.  Pero era de noche y lo mejor sería ir de marcha a las ramblas.  Desistí porque nadie me garantizaba que a Gaudí no le gustara la marcha y ya no quería volver a aguantármelo.  Era un coñazo.  Lo más sabio habría sido volver a mi cuartucho y echarme a dormir, muy seguramente al otro día me iba despertar en otra parte.  Pero yo sabía de un sitio (muy cutre) donde no le fiaban al pesado de Gaudí y me fui para allí donde por otra parte seguramente tampoco me iban a fiar a mí.

Entré y aluciné.  Para mi suerte, por orden del generalísimo, había cañas gratis para todo el que hablara sólo en español.  Y yo hablaba sólo español.  Yo hice un brindis que no fue muy bien recibido; creo que confundí las Canarias con las Malvinas.  En fin, me senté en una mesa con muchos, a nadie pareció importarle.  Para mi sorpresa la mayoría no aceptaba la oferta del generalísimo y pagaban sus cañitas, yo si no tenia vergüenza alguna y además en el colegio hasta el lenguaje de las buenas maneras me había sido imposible.

Mi suerte no duro mucho.  Al generalísimo lo derrocó no se qué enfermedad subversiva y pararon de brindarme las cañitas gratis.  Peor que la noticia anterior fue que apareció Gaudí por la puerta.  No me pude escabullir al baño cuando ya estaba sentado al lado mío y pidiendo una botella de vino de la casa y dos vasos.  El mozo debería ser nuevo porque se la trajo sin poner ninguna clase de problema.  Me sirvió la copa sin los protocolos del catador, eso me tranquilizó un poco, siempre me ha molestado que la gente escupa sobre los manteles, así sea vino.  Gaudí estaba eufórico y ya había abandonado la idea de construir una torre como la de pizza pero recta.  El problema era que ahora quería construir una capilla, tremenda gilipollez.  Me dijo que el generalísimo la acababa de palmar y que muy seguramente el rey que retornaba al otro día de sus vacaciones en Portugal ¿o era en Italia?, en fin, que lo iba apoyar para congraciarse con la ciudad.

La verdad la velada no fue tan mala, peor si me hubiera tocado ir a Miami donde estaba exiliado Nixon.  Salimos abrazados para no perder el equilibrio.  Gaudí era joven e insensato (casi un chaval), incluso más insensato que yo, y eso es un punto alto.  Me mostró una montaña y me dijo que allá iba construir la iglesia.  No güey, allí queda mejor un parque (creo que yo ya lo estaba confundiendo con Zapata).  Y creo que me entendió a medias porque me dijo: si un parque Güell, un parc.

Casi no encuentro la entrada a mi cuartucho porque Gaudí tiene problemas espaciales, entre otros.  Me acosté en mi cama sin saber para donde se había ido mi acompañante, en esas tierras todos tienen quijotescos proyectos.  Para flipar.  Caí dormido al instante  y dormí todo el viaje trasatlántico; hasta me perdí las copitas gratis antecedidas por el te apetece de la moza de aero-república.  No me desperté con resaca.  Me desperté con hangover.  Lo único que pedí era no estar apartado en ciudad del cabo o, peor aún, tener que jugar cricket en las cercanías de Oxford.

(Alterado Ego de Tomás Ferri III)

Alacrán

Por: Tomás Ferri.

¿Qué hace mi padre, después de la medianoche, tratando de abrir el portón del cementerio de un pueblo que desconoce?

Probando una a una, de un manojo, por fin una llave abre un candado tan antiguo como de baúl de tesoro de piratas.  Entreabre el portón que se resiste con un crujido, que de estar hablando de otro tipo de huéspedes se despertarían, de su sueño  profundo, horrorizados.

Mientras abría el portón, uno de sus dos acompañantes, el sepulturero, cayó y ahora duerme echado en las escaleras.  Mi padre, con la paciencia propia de Job, lo zarandea tratando de despertarlo de tan buena manera como la situación lo permite. Los estrujes sólo consiguen que la cabeza del sepulturero se golpee en un par de ocasiones con el filo de un escalón.  Ni esto lo levanta de su particular sueño profundo; otra rutinaria borrachera.  Del platón de la camioneta, mi padre, baja un galón con agua que siempre carga como precaución.  –El radiador lo puede dejar a uno botado en cualquier momento y en cualquier parte, solía decirme mi padre-.

Le vacía medio galón de agua en la cara al sepulturero, quién parece más aturdido por las palabras que le siguen:

Ayúdeme a sacarlo, dice mí padre, mientras le ayuda al sepulturero a ponerse de píe.

Abre la puerta de atrás de la camioneta, una Ford doble cabina del 82.  –Eso sí es una máquina, lo demás son sólo juguetes chimbos.  Me Decía mi padre en las pocas ocasiones que yo me animaba a hablarle de carros.  Por supuesto, allí terminaba la conversación-.

Mí padre empieza a halar de los pies a su otro acompañante, el muerto, hasta que la cintura queda en la orilla de la silla.  Abre las piernas del muerto para que el sepulturero se pare en el centro de éstas y pueda sostenerlo con mayor facilidad mientras que él, halándolo ahora de un brazo, lo termina de sacar de la camioneta.  Cierra la puerta de la camioneta sin percatarse, quizás por la poca luz que dan unas cuantas estrellas en el firmamento, que el cojín de la silla ha absorbido lo que en el asfalto seguramente sería un charco de sangre, y que deja sólo la mancha carmesí de algo que se derramó involuntariamente.

Las peripecias que hace mí padre para subir las escaleras y llegar al portón son casi que inenarrables.  No sólo porque el nuevo huésped con su peso intenta rehusarse a entrar, sino que la borrachera del sepulturero se apodera nuevamente de sus piernas.

¿Porquétraemosalmuertoaestashoras?¿Oigaquiéneselmuerto?¿YQuiénesusted? Son algunas de las preguntas que el sepulturero le hace a mi padre, en letra pegada, como se dice hablan los borrachos.

Nadie lo quiere recibir, dice mí padre como si se lo dijera al muerto, porque el sepulturero ya ha caído y duerme nuevamente, esta vez sobre las piernas del muerto.

Mi padre los deja allí tirados en el suelo a los dos, y va a la camioneta por lo que queda del galón de agua para despertar al borracho.  Al volver, el sepulturero ha desaparecido.

Lo que mi padre no tenía por qué saber era que el sepulturero se llamaba Julio Suarez, que había sido sepulturero desde que aquel pueblo tenía memoria, y que era mejor conocido como: El Alacrán.  Nunca se le había conocido mujer ni amigos muy cercanos, a no ser que contemos a doña Bertha quien le aguantaba noche a noche sus borracheras.  Tampoco tenía porqué saber que generalmente él salía de la tienda y su instinto alcohólico o necrológico lo llevaba al cementerio donde se metía en alguna tumba o fosa vacía a pasar la noche. –Como aquella noche, cosa que nunca develó mi padre, por lo que me contó de la historia-.  Alacrán era temido, sobre todo por las estudiantes del colegio de monjas, quienes habían sido víctimas de sus macabras bromas en los días de visitas.

Los cementerios de algunos pueblos lejos están de ser perfectas mesetas donde se construyen callejones entre el último currículum vitae de las personas: María Fernández de García (915-1951), Jaime Gutiérrez Piñeros (1937-1993), Pedro Nieto (2000-2008), Julia…  hay algunos que más parecen una pista de Camper Cross, como éste por donde mi padre ahora, halándolo de la piernas,  arrastra el cuerpo del muerto sin saber muy bien en donde dejarlo.

La palabra cementerio nos trae a la mente la palabra muerte como si fueran sinónimos dizigotos.  Lo que nos olvidamos es la cantidad de vida qué hay en los cementerios.  No a todos los seres vivos les va bien la comida francesa.  Hay otros seres que, sin necesariamente tomar el cementerio como un restaurant, lo alimentan con sus propios sonidos, que son más audibles en la noche y que, bajo la dictadura del miedo, los tomamos por quejidos de los muertos.  Y, por supuesto, está el alacrán.  Oculto bajo las rocas, mostrando una preferencia mórbida por las lápidas agrietadas, con su aguijón enroscado a la espera de cualquier amenaza –como guardián de la inmovilidad-.

Mi padre era un hombre tranquilo, difícil de sugestionar y con sus microfilosofías de vida: Temerle yo, si acaso a los vivos. Por eso quizá sentía más miedo caminando en un barrio cualquiera de Bogotá que en el cementerio de aquel pueblo.  Así que arrastra el muerto, por lo tanto no hasta que lo invade el miedo, sino hasta que las fuerza se le empiezan a agotar y la situación se le torna absurda.  Ve dos fosas donde bien lo podría empujar y dejar, y como si alguien le interrogará el por qué no hacerlo, responde en voz alta:

Ya para qué.

Sale del cementerio sin volver a pensar en Alacrán, quién dormía en una fosa abierta y, que seguramente, al día siguiente desenroscaría su mano como si fuera un aguijón y atraparía la pierna de alguna joven que sentiría una punzada que por instantes confundiría con espasmos mortales paseándose por su cuerpo.  Cierra el portón y el crujido le recuerda la frenada que dio para recoger a aquel hombre que le hacía la parada en una carretera des-pavimentada y desolada.   El tac del candado al cerrarse se asemejó al sonido que creyó escuchar cuando el hombre que había recogido, y se había acostado en la parte de atrás arguyendo que tenía algún mal e iba al hospital (realmente, tan sólo un puesto de salud) del siguiente pueblo, dejó de quejarse.  Deja las llaves colgadas en el candado.  Este portón no es exactamente de una celda, no hay prisioneros que vayan a escapar pero mí padre evoca la celda de la estación de policía de ese pueblo.  Ya en el hospital se habían negado a recibirlo porque ya estaba muerto.  –Salen pero no entran muertos, me reiteró mi padre-.  Hay enfrentamientos en una vereda muy lejana y mi sargento y los otros no volverán hasta que lleguen refuerzos.  Así que lléveselo al cura o si no lo dejo a usted esta noche en la celda con su acompañante, le dijo el policía con cara de no querer seguir platicando.  El cura no quiso abrir la iglesia y menos dejarlo en la casa cural, al menos le echó un vistazo y le pareció conocido.  Mire, vaya por la salida sureste del pueblo y como a medio kilometro hay una casa muy vieja, golpee allí, creó que ellos son familiares.  De lo contrario, busque al sepulturero y déjelo por esta noche en el cementerio. Dijo el cura y cerró la puerta a cualquier plegaria.  En la casa vieja sólo vivía una asustadiza mujer quien, aunque pareció reconocerlo, le dijo que lo dejara en el cementerio.  Por lo menos le indicó donde buscar a el sepulturero; en la tienda de doña Bertha.

Mi padre toma la autopista y pone las luces en alto para disipar la neblina…   pasa de primera a segunda, de esta a tercera y luego a cuarta y la quinta espera otro modelo; pero el motor no se queja ni recuerda cada una de las estaciones de Cristo.

El día que murió mi padre, el dolor que le producía su enfermedad no le dejaba sentir, sino anhelar…  La enfermera que lo cuidaba lo saludó y le habló pero mí padre no contestaba a ninguno de sus comentarios.  Le preguntó un par de cosas y tampoco escuchó su voz.  Luego, dijo que lo iba a afeitar y a bañar, mi padre rehusó moviendo su cabeza.  No se quiere sentir limpio y ver bonito, dijo la clemente enfermera.  Ya para qué, contestó y al rato murió.  Me enteré mientras hacía fila para pagar unas putas verduras muertas.  El de la funeraria llegó, subió, lo envolvió en un plástico y con mi ayuda lo bajó las escaleras.  Yo lo llevaba de los pies –como me hubiese gustado estar borracho, ser un alacrán– lo subimos al carro fúnebre y me hizo firmar ciertos papeles.  Me preguntó algo sobre su ropa, pero yo estaba tan aturdido por sus palabras… no supe que contestar.  Me acordé de la historia que me había contado mi padre sobre un pueblo qué no quería hacerse cargo de sus propios muertos ¿Cómo se llamaba?  El de la funeraria ahora me pregunta algo sobre la misa, sobre la música, yo sigo aturdido pensando en que, después de todo, la Ford es toda una máquina.  Insiste en lo de la música y yo recuerdo que a mí padre nunca le gusto el fútbol, ni bailar y… recuerdo, recuerdo, recuerdo y recuerdo… (las conversaciones que quedaron suspendidas) y me gustaría contestarle a todas las preguntas del de la funeraria, con la voz de mí padre a través de mí garganta:

Ya para qué.

Tanatologías Urbanas III.

Máscara fúnebre de Jonathan Swift.

Por Andrés Castaño.

He de confesar una cosa: solamente he asistido a un velorio. Esto de seguro, puede serles sencillamente indiferente. Para mí ese acto, es mucho más místico de lo que aparenta.  Muchas personas acuden a los velorios a hacer vida social a expensas del muerto. Se ponen su mejor atavío: gris o negro (el primer color es mucho mejor, más sobrio, con una solemnidad indefinida), para impresionar a los asistentes. Otros van a contemplar el postrer rostro, el definitivo, que llevará el finado para la eternidad; aun cuando no es literal esta sentencia, porque lo que permanece es la imagen inmóvil en la memoria del observador que contempla el fiambre humano.

El rostro, es un sello indeleble y desapacible, para el morboso crítico aficionado al arte tanatológico. Este ve al cadáver del mismo modo que si lo hiciera con un retrato, simple y llano; tan alejado de la contemplación de esas exquisitas mascarillas mortuorias, que no se porqué ya están en desuso. Sigo con un par de elucubraciones exegéticas.

Un pequeño paréntesis:

Escarbando en los archivos digitales, he hallado un muestrario de piezas de este arte bizarro y sobrecogedor. En primer lugar esta la de Alfred Hitchcock 1, con gesto plácido, hierático, como si durmiera un corto sueño de yeso negro; está un dramático registro del rostro de Beethoven2, con los pómulos prominentes y los labios entreabiertos como si fuera a decirle algo a la muerte en el postrer momento; Goethe 3, reposa, en la contemplación de la divinidad del Logos: Licht, mehr Licht! (“Luz más luz”), se cuenta que fue lo último que dijo; Jean Paul Marat 4, reposa solemne con placida serenidad en su expresión; el actor James Dean 5, con mirada rebelde igual a un lobo incómodo en el mundo; George Washington 6, contemplativo, tiene un rictus impasible hasta en la eternidad » Déjenme morir tranquilo; no voy a vivir mucho tiempo «, dijo el 14 de diciembre de 1799, antes de morir.

Estoicismo estético, fúnebre.

El reflejo del rostro ante la muerte es la metáfora palpable de la soledad hasta ese instante vivida.

Sigo con la crónica que me propuse a narrar.

Tras la agonía, la carga de la ausencia se hace patente y feroz.  Inexpresivo, el cuerpo yace, indiferente a las miradas. La certidumbre de que la soledad nos persigue hasta la muerte, me fue revelada en una ocasión. Cierta vez, cuando necesitando usar el baño en la funeraria de marras que ya conocen en las crónicas, tuve que ascender por las escaleras hasta los servicios contiguos a las salas de velación. Antes de entrar, una imagen poética y triste apareció: un ataúd en medio de una sala a media luz, cargado de coronas de flores cruzadas por una cinta, con los cirios apagados, parecía pedir compañía, sollozos y lágrimas. Fue patética aquella imagen y aquel sentimiento trágico… entonces pensé en Unamuno, en Platón y en Sartre, pero sobre todo, y ustedes dirán si estoy equivocado, pensé en la patética novela de Camus: El Extranjero.

Porque todos somos extranjeros en el país de la muerte. Y cuando nos acercamos a su playa como náufragos, deseamos seguir en altamar y jamás tocar su costa.

Hitchcok y Beethoven.

Tanatologías Urbanas II

«Un hombre libre, en nada piensa menos, que en la muerte»

Ética demostrada según el orden geométrico

Baruch Spinoza

Por Andrés Castaño.

El día más peculiar de todos los que se pueden ver en el oficio fúnebre, fue, si mi memoria no falla, un martes. La rutina lúgubre se mide por la cantidad de entradas y salidas de coches al parqueadero. En los fines de semana, tras la necesaria y desaforada ebriedad, las peleas a muerte y otras circunstancias inciertas, las morgues se pueblan de huéspedes transitorios. Entonces, las ruedas de  los coches se ponen en movimiento por la gracia de Tánatos. Aun cuando las tijeras afiladas de Átropos jamás cesarán de cortar, en algunos casos, larguísimos trechos de hilo, y en otras, fragmentos demasiado cortos para poder llamarse vida, hay jornadas que engañosamente parecen anunciar al fin, la definitiva renuncia de su terrorífica tarea. Era ya la mitad de la tarde y aun no se colgaban los obituarios del día. Fumando sendos cigarrillos, los tanatólogos, conductores y otras gentes que viven de la muerte de los otros, se miraban con estupor, casi incrédulos, como si fueran personajes de la novela de José Saramago Las Intermitencias de La Muerte. ¿Y hoy nadie va a morir?, se preguntan. Pero en este, como en todas las minucias de la vida, no se puede cantar victoria ni el último minuto, pues la rutilante trompeta del ángel de la Muerte resuena en el momento menos esperado. Luego de un par de horas, el devenir continuó inexorable. La única víctima de la implacable parca ese día, fue un bebé. Contingencias de nuestra humana naturaleza.

“Memento mori” recordarán ustedes, era las palabras dichas a los emperadores durante su ceremonia de coronación, en la sucinta elegancia de  la lengua latina. Yo agregaría: Carpe diem… al memento mori. Al fin y al cabo, querámoslo o no, encontraremos la salida al vertiginoso laberinto del existir. No hay peor necedad que negarlo; tampoco deja de ser ominoso repetirlo.

¡Oh Pálida Muerte, que llamas igual a las puertas del castillo del rey, que a la de la choza del humilde!

Ávida de la calidez de los humores y del refulgente brillo de las almas humanas, rondas hasta el más insospechado lugar, desdeñosa de Cronos, quien nada puede hacer sino contemplar los granos de arena cayendo al otro lado del reloj aferrándose a su guadaña, a lo mejor, para defenderse de un inesperado ataque de la implacable tijera.

Siguieron los días.

El miércoles, Átropos volvió a cortar con sus tijeras recién afiladas y sus fuerzas renovadas.

¿Cuándo hacerle la necrológica a Tyler?

Por Tomás Ferri.

Su nombre: Tyler.  Por supuesto, no tenía ningún parecido con Brad Pitt pero si guardaba alguna relación con uno de sus personajes.  -Mi hermano ha visto, en versión original, decenas de veces fight club y ha memorizado más de la mitad de los diálogos con una aceptable pronunciación.  Esto es casi lo único que él sabe en inglés, lo otro es fuck que lo aprendió en Scarface-.

Cuando Tyler llegó por los tejados de las casas vecinas a tomar un descanso en nuestra terraza, traía frescas y grotescas cicatrices en la cara qué de haber sido humano mi hermano le habría llamado Scarface.  Era negro, el doble de tamaño de un gato promedio, y no permitía que nadie intentara acercársele.  Tyler, le dijo mi hermano y el gato pareció alistarse para otro round.

Por su apariencia, sabíamos que cada visita de Tyler era precedida por violentas peleas callejeras.  Se convirtió en un huésped habitual en la casa, su clínica de reposo, dos o tres días de recuperación y luego desaparecía por semanas enteras.  Con el tiempo ya bajaba al segundo piso y, sin anunciar su llegada, se echaba en uno de los sofás a lamerse las consecuencias de las últimas peleas.  Ni ronroneaba ni maullaba, seguía fielmente las reglas del club.  Incluso, en silencio, se paraba al lado de la nevera para pedirnos su rigurosa dieta: leche, salchichas rancheras o pollo asado.

Sí pasaban algunos meses sin su visita, en casa imaginábamos desenlaces fatales.  Sin embargo, continuaba regresando, eso sí, más viejo y más castigado por la salvaje vida de Bogotá.

Hace apenas un par de semanas volvió Tyler, después de una larga ausencia, tan flaco y tan viejo que casi tenía el tamaño de un gato promedio.  Llegó en un día soleado y se echó en la azotea, apenas si prestó atención a la coquita con leche y a la salchicha ranchera.  A los dos días de su visita, cuando aún no había aclarado, yo me levanté y subí a la terraza a buscar una toalla para ducharme y empezar a leer un libro de Hrabal.  Cuando iba colocar el pie entre el lavadero y la lavadora, la conciencia de una oscuridad mayor a la habitual me hizo frenar; Tyler estaba echado encima de un pequeño tapete.  Dos horas más tarde en un break de mi lectura subí con un tinto a tomar el aire; Tyler aun estaba acostado, y no era raro porque en los dos últimos días casi no había hecho otra cosa.  Bajé y Continué la lectura hasta que al rato mi mamá me interrumpió para decirme que Tyler estaba muerto, yo tenía que recogerlo y empacarlo en una bolsa de basura.  No reflexioné mucho sobre las teorías que me contaron del lugar que escogen los gatos para morir y tampoco hubo ninguna frase de cajón: quedó como si estuviera dormidito. Los seres vivos cuando mueren se convierten en cosas inanimadas, inertes, como pedazos de roca.

Le escribí un e-mail a mi hermano que ya parecía un obituario.  Él no sólo le había dado el nombre sino que lo había alimentado por algunos años y, lo que es más, era al único que Tyler había buscado un par de veces para que lo acariciara.

Unos días después, domingo en la noche, al levantar la almohada de mi cama pegué un brincó hacia atrás, había algo negro bajo la almohada.  Cuando la sorpresa-susto me dejo fijarme bien; me dí cuenta que era un gato pequeño, de no más de un mes, que dormía placidamente bajo la almohada.  El pobre se asustó tanto que, cuando traté de acercarme a alzarlo, brincó y se escabulló por las cortinas.  Tardé más de media hora en encontrarlo.  Se había colgado de una cobija que estaba cubriendo un escritorio.  Cuando por fin lo alcé su corazón estaba tan agitado que no podía maullar ni ronronear.  Tyler II, lo llama mi mamá.  Yo no estoy muy seguro de lo de las siete vidas,  pero me asalta una duda: ¿Cuándo hacerle la necrológica a Tyler?

Necrónicas bogotanas

Por Andrés Castaño.

A solicitud de Alejandro y su compañero (que me perdone por no recordar su nombre) de labores en la librería Arbol de tinta, publico estas necrónicas para los ocasionales o accidentales lectores que tengan a bien leerlas.

Tanatologías urbanas  1

Los espectros usan distintos ropajes para confundir nuestros sentidos. Algunas veces,  tienen incluso, apariencia familiar. En las lides del oficio tanatológico, la austeridad en la expresión, es característica inconfundible de un buen buitre fúnebre, o mejor, de un buen trabajador necrológico. Mi primer día como cajero en el parqueadero de una funeraria, a parte de los incontables  vasos de café, la jornada me deparó el encuentro con un personaje peculiar, literario y desde luego, sombrío.  Me habían dado las explicaciones pertinentes acerca de los distintos trabajadores de la casa fúnebre. Eran de distintas especies: estaban los conductores de las carrozas, que por  romántica  evocación de la palabra carroza, uno se podría imaginar que aun se usan estas reliquias de tracción animal, guiadas pomposamente por cocheros con sombrero de copa, sacoleva y guantes blancos, para cargar los ataúdes,  que en este caso, eran conductores denominados despectivamente como “carroceros”; también habían “asesores” de pompas fúnebres: los que ofrecen urnas de madera grandes, y no tan grandes, para alojar cómodamente los despojos o cenizas de quien ha cesado  sus funciones terrenales; desde luego, como imaginarán también había tanatologos. Este, en el argot fúnebre,  es  quien acicala y prepara el fiambre humano para su postrera salida pública: el velorio.

Cerca de las diez de la noche, casi al final de mi jornada inaugural, cuando todos los empleados y visitantes habían salido y quedaba yo solo en el inmenso y tenebroso sitio, y presa de una evocación lúgubre de Poe con el maullido lejano y  terrorífico de un gato, hizo literalmente su aparición uno de esos tanatólogos, para retirar su carroza particular. La descripción puede parecer fabulosa, pero es verídica, y quienes quieran pueden comprobarlo.                                          Su cara era alargada, a la manera de Bela Lugosi, de labios carnosos e incisivos prominentes; sus orejas eran casi puntiagudas, y parecían percibir todo rumor cercano; su voz, era gruesa, de tono formal y todo el conjunto facial, estaba elegantemente rematado con un peinado eternizado en un rictus de gomina. Honestamente, el personaje  me sobresaltó con su presencia. Por aquello de la hora, y las circunstancias.  Se presentó educadamente; entonces, salió raudo en su carro, dejándome con una pregunta en el aire: ¿qué distancia hay de un embalsamador a un vampiro?: …Esta pregunta que la resuelvan los semiólogos, los antropólogos o los filósofos, que son unos desocupados, y les queda tiempo para pensar.                Yo me limito a elucubrar que, a lo mejor, Bram Stoker se inspiró en un personaje similar,  un antiguo habitante literario célebre por las pompas fúnebres londinenses del Oliver Twist dickensiano, para crear su Drácula folletinesco.