Por Tomás Ferri.
Por lo menos fui primera página en los diarios oficiales, “Desempleo rebasa el 22%.”
Sí como sabes en las estadísticas oficiales no toman en cuenta a los paramilitares, la guerrilla, los narcotraficantes, los delincuentes comunes, quienes están privados de su libertad, quienes tienen un puesto ambulante, los limosneros, los profesionales que sobreviven con un empleo ajeno y lejano a su preparación y todas las formas de subempleo, y otros colegas, por así llamarlos, que en este instante se escapan a estas letras y que conformamos, sin quebrantar los axiomas matemáticos ni obviar las probabilidades, la mayoría absoluta en el país. (No tomé en cuenta a los estudiantes que utilizando etimología de mercados serían desempleados potenciales, en otras palabras son los que en el futuro nutrirán esta cifra estadística)
Claro está, sería bastante alarmante para el estado tomar en cuenta todos estos factores y mostrarlos en las frías estadísticas. En primer lugar, asaltaría la curiosidad de La Comunidad Internacional que se cuestionaría, ¿qué hacen todos esos desocupados en el país? Aunque sin enredarme en definiciones un desocupado no hace nada, al menos analizándolo desde el punto de vista productivo. Porque desde un punto de análisis lógico; el desempleado tiene que comer, vestirse y cumplir con todas esas necesidades básicas de las que habló Maslow. Pese a esto, existen algunos desempleados que, no sé si por el total desconocimiento de las teorías de Maslow o por el conocimiento total de éstas, prefieren rebuscarse el dinero; no para satisfacer una necesidad tipificada como básica como es vestirse sino la de ir al cine, que está reservada para una persona con capacidad de satisfacer por sí misma al menos dos de los escalones de Maslow. Y lo peor es que otros invierten este dinero, no producto de su plusvalía, en hojas de vidas, necesidad que ni siquiera fue tipificada por Maslow, pero que para la mayoría de mis colegas es la base de su pirámide.
Los oficios de un desempleado se deberían reducir a nada. Porque si tiene algún oficio sería contradictorio con su propia definición de desempleado. Claro que está contradicción no tiene nada que ver con la dialéctica, esta contradicción es menos existencial y a la vez más real. Porque a lo que denominamos en el texto oficio; no implica por sí mismo un trabajo con patrono, paga y beneficios incluidos. Implica es el que-hacer diario. Esto se refiere a lo que se dedican los desempleados en el tiempo que los empleados se dedican a generar el ingreso bruto de la nación. Y he aquí la terminología que intenta aclarar el texto: el desempleado es un ser temporalmente (aunque en mi caso ha sido total, pero para efectos de una explicación casi racional me excluiré en esta definición) sin empleo y que tiene el deseo latente de emplearse. Caso diferente del apelativo, que en algunos casos se utiliza con señalamiento y desdén, desocupado, que describe a un ser yerto, y ¿cuál es la principal ocupación de un desempleado sino es la de buscar trabajo?, que implícitamente muestra una ocupación dejando fuera de contexto la palabra desocupado, que en mi parecer sólo se debería utilizar al referirse a los muertos, y que pequé al escribirla aleatoriamente en los párrafos anteriores, pero que sólo utilizaré en esta estricta definición en la siguiente historia.
En esos tiempos, creo, el estado se enorgullecía de todas las zonas verdes y recreativas que había hecho para mejorar lo que denominaron: calidad de vida. Aunque en esta definición estatal no hablaban si la medición –vida- la realizaban cuantitativa o cualitativamente, y nunca hemos conocido las características o caracteres que utilizaron; que sin hacer un juicio a priori no deben alejarse de la pirámide de Maslow, y con esto no quiero enjuiciar a Maslow porque ahí están sus escritos que hablan por él, ni mucho menos al estado porque ahí está el país que… en todo caso, los parques permanecían llenos: de sueños, desesperanzas, meditaciones, frustraciones, rabia, y hasta amor. Porque aunque a La Comunidad Internacional le parezca extraño, una de las ocupaciones que mantenía viva a esa mayoría, desempleados, era el amor. Acaso no es eternizadora (palabra incorrecta que quiere expresar dos a la vez: tierna, porque por regla general las escenas de amor deben ser tiernas, en caso contrario se convertirían en pasión y no tendría nada apasionante estar desempleado, aunque es una pasión a la cual se nos somete; y eterna, porque los hechos venían, estaban y parecían continuar) y esperanzadora una escena en plena silla de parque para un desempleado que observa como el desempleado del lado coquetea con su mirada, porque de que más podría este prójimo ostentar sino de sus ojos, a una desempleada que hasta ahora llegaba y tomaba silla enfrente y que muy seguro por su elegancia hacia muy poco había ingresado a esta creciente población o no se le había apagado el deseo de ingresar al otro costado y acababa de salir de una de esas motivadoras y frustrantes entrevistas. Ella en un comienzo se mostraba renuente a prestar atención al ya muy insinuante lenguaje no verbal del desempleado, quizá por considerar que éste no llenaba los prerrequisitos básicos de un buen pretendiente, ¿cómo va a ser un buen pretendiente un colega?, y como en los caso anteriores, el colegaje se da no por la profesión u oficio sino por la carencia de empleo. En todo caso, al poco tiempo la muchacha cedió a sus propios anhelos ya que el muchacho de enfrente era muy atractivo, y no le importó que a éste no se le viera la mínima intención de emplearse; y con una sonrisa aceptó su compañía. El desempleado observador se cercioraba que la muchacha no descubriera su condición de observador, porque la de desempleado no la podía ocultar, y menos un martes a las diez de la mañana sentado en un parque. En un parque que era patrimonio de los desempleados, y por ende al ser mayoría, un patrimonio nacional. Él observaba con lentitud, que es una virtud exclusiva de los desempleados, como su colega del lado, en unos pasos tranquilos y alejados de la realidad, se acercaba a la silla de aquella joven que, sin los prejuicios propios de su nueva condición, desabrochaba esa belleza que parecía marchitar los edificios circundantes. El observador no sintió envidia de su colega, aquello era como el último film gringo que había visto; tan irreal e ilógico, pero que salía pensando que el protagonista por día ser, ¿por qué no?, él mismo.
Él en sí, ya se consideraba un desempleado poco creativo y menos entusiasta. Tenía sus horarios más mecanizados que empleado público. La ocupación que más le entretenía era observar. El entusiasmo lo debía haber perdido desde la época que era empleado bancario, pero empleado al fin y al cabo, que tampoco era que en esa época le alcanzara la plata, pero al menos hacia su contribución semanal a la industria cinematográfica gringa. Ahora se conformaba con pasar por las salas de cine y ver los carteles, luego caminaba y observaba en las vitrinas las corbatas de moda y, allí, siempre se le hacia un nudo en la garganta al pensar que si no hubiera apoyado al sindicato quizás tendría su trabajo, el sentir su cuello libre lo reanimaba, pasaba la calle, llegaba al parque, y mezclaba con todo un sinnúmero de desempleados su sino. Se sentaba en la cuarta silla, contando de la esquina noreste en la diagonal hacia el centro, y observaba.
Ese martes, ya casi a las once, observaba como aquella pareja que ya parecían viejos conocidos disfrutaban del calor veraniego, que paradójicamente para los empleados sólo está ahí los fines de semana, si su carga laboral y el estrés les permitían disfrutar de éste. De hecho, aquí comienza la historia que quería contar; con la pareja de desempleados besándose en una silla del parque central, con un desempleado observándolos desde la silla del frente, conmigo sentado en el prado observando la pareja besándose y observando al colega del frente observando la pareja besándose y tratando de escribir un cuento quizá sobre la pareja y el observador del frente, con otro desempleado observándome a mí tratando de escribir un cuento, y con otros y otros desempleados observando y dejándose observar por otros y otros desempleados.
De repente, vi a uno de los desempleados, quizá al que me estaba observando tratando de escribir un cuento, ponerse de pie en una de las sillas y comenzar a contar tal vez historias de ficción y/o espanto, creí en principio, porque se conglomeraron a su alrededor todos los que en el parque estábamos con excepción de cuatro: la pareja que nublada por el repentino romance comenzaba a olvidar las mínimas normas con que se deben comportar unos desempleados en un sitio público, el observador que confundía la escena de aquella pareja con la escena final de una de las películas gringas que había repetido, y yo, que no tenía ganas de escuchar cuentos sino de escribirlos pero, que siendo objetivo, la historia que escribía a partir de aquella pareja no se alejaba mucho del romanticón film hollywoodense que el observador creía estar viendo. (Ahora que lo pienso mejor, si de repente hubiera incluido al observador en esa historia, como uno de esos sicópatas sueltos, al menos habría escrito uno de esos thriller que tanto les gusta a los gringos)
Desistí de continuar escribiendo la historia por dos razones: la primera, porque no tenía ninguna historia que contar; y la segunda, porque toda esa gente comenzó a llamarnos. Me levanté del césped un poco aturdido por el sol del mediodía y otro tanto porque no sabía para que pudiera estarnos llamando esa gente. Caminé al lado del observador quien no perdía de vista a la pareja, que ya se unía a la muchedumbre.
-Y estos cuatro, que apenas se nos unen, son piezas importantes en mi campaña –me imaginé que contaba una de esas historias en las que el cuentero crea y recrea sus personajes a partir del auditorio, así que olvidé mi último fracaso literario y me relajé para ser parte de esta historia.
-y prometo –prosiguió el cuentero- que cuando llegue a la presidencia de la república yo… yo voy a…
-a trabajar –dije en voz alta, lo cual produjo unas sinceras sonrisas en el auditorio pero no en el cuentero, quien permaneció callado unos segundos, buscó mi voz entre la muchedumbre y, viéndome fijamente, dijo con mis palabras que ya parecían suyas:
-cuando llegué a la presidencia, yo voy a trabajar –y sin quitarme la mirada preguntó- ¿y usted qué quiere ser cuando yo sea presidente?
-Ministro de Trabajo –contesté, sin medir las implicaciones de mi respuesta. Me pareció que para la historia que estaba tejiendo, que mejor que tenerme a mí como Ministro de Trabajo, exactamente a mí, que me podía definir como un desempleado por vocación.
-Pues ya tengo al primer miembro de mi gabinete –dijo y continuó lo que ya me empezó a parecer más una disertación política que una historia de ficción y/o espanto. Y sus palabras se metían por nuestros crédulos poros y subían quedándose clavados en nuestro cerebro creciendo como un tumor benigno, y todos empezaron a vitorear, y yo ya no estaba seguro si él era un contador de historia o un hacedor de historia.
Y al final de la tarde, cuando el sol dejaba ver sus intenciones de refugiarse tras los edificios, ya lo estaba escuchando hablar de los estatutos del Nuevo Partido Político, y la siguiente semana estaba inscribiendo su nombre como candidato a la presidencia de la república, y en las siguientes semanas estábamos visitando los parques de toda la ciudad, vendiéndole sus sueños a todos los desempleados. En los últimos meses de la campaña visitamos los parques de todo pueblo y ciudad que estaban en el mapa oficial y de todos los caseríos que encontrábamos a nuestro paso.
En este punto de la historia le debo dar crédito a mi madre quien nos financió los viajes no sin antes recordarme que yo era un zángano, un bueno para nada, la mata de la pereza y que tenía mucha cara para irle a pedir plata, precisamente a ella, que se había matado toda su vida para darme una buena educación y mandarme a la universidad para asegurarme un buen futuro, y que no me bastaba con pedirle plata de cuando en cuando dizque para comprar hojas en blanco y llenarlas con quien sabe que porquerías que produce mi mente retorcida, sino que ahora, me había dado por hacer una expedición por el país acompañando a un loco desempleado que quería, de buenas a primera, convertirse en presidente de la república, como si no supiera que eso era sólo para gente con plata, gente importante, un poco corrupta pero importante, no para locos soñadores como usted mijo, y terminar dándome el dinero necesario para ir, eso sí, en el transporte más barato que consiga, dándome uno que otro consejo que una buena madre le da a todo mal hijo y, eso sí, como siempre, advirtiéndome que, en nombre de la santísima virgen María, nunca fuera a escribir una sola palabra sobre ella.
-el mundo está loco mijo, y que tal que a la gente le dé por leer sus tonterías. Ni una sola palabra mijo, y no quiero que me vuelva a pedir plata, ja, ni más faltaba, ya sabe la respuesta, ja, ni más faltaba.
Nadie daba crédito a los resultados oficiales. El candidato de los desempleados, quien no había sido tomado en serio por los partidos políticos, empresarios, empleados ni medios de comunicación. A quien jamás habían entrevistado y quien no apareció en ninguno de los sondeos de opinión, había obtenido la segunda mayor votación a sólo tres puntos del candidato del partido de gobierno, y estaba forzando a una segunda vuelta según un decreto, norma o ley de no sé qué decreto norma o ley electoral.
Como era de esperarse el segundo partido tradicional, tercero en las votaciones, se alió con el partido de gobierno, al igual que los partidos minoritarios, porque debían evitar que un desempleado, loco y falto de todas las cualidades, preparación y experiencia llegara al poder a destruir lo que con tanto esfuerzo habían construido los padres de la patria. Hasta el partido comunista, nuevamente se aliaba con el gobierno, eso me dolió nuevamente, pese a que ellos me habían botado del partido por considerar que mi aporte no se ajustaba a las expectativas del partido y por ende a las del proletariado. En palabras de mi madre, porque yo era un bueno para nada.
Los primeros sondeos de la segunda y definitiva vuelta de las elecciones presidenciales mostraban una abrumadora intención de voto a favor del candidato gobiernista: noventa contra el ocho por ciento, noventa y uno contra el seis por ciento, hasta los sondeos más pesimistas para el gobierno mostraban un ochenta y ocho contra el diez por ciento, con una confiabilidad en la encuesta del noventa y ocho por ciento. Esto era más que extraño ya que en la primera ronda el candidato de los desempleados había obtenido un treinta y tres por ciento.
Hasta que, claro, uno de estos hacedores de encuestas que había estudiado en Harvard se dio cuenta y confesó que los sondeos estaban mal hechos, que la mayor cantidad de estos se estaban haciendo telefónicamente y, que claro, los desempleados o no tenía teléfono o lo tenían cortado por no pago, o no estaban en sus casas para contestar las encuestas ya que; o están buscando trabajo o estaban en los parques. Y las encuestas personales se hacían en los mismos lugares en las que se hacían las de mercados, y claro, ya para este efecto nadie tomaba en cuenta a los desempleados. Así que hubo una revolución de sondeos, cambiaron sus estrategias, llegaron a los parques. Las primeras encuestas alarmaron al gobierno; cuarenta y cuatro por ciento para el candidato de los desempleados contra el cincuenta y cuatro para el candidato del gobierno (en realidad debería escribir: para el candidato del partido de gobierno, pero no tengo muy clara la sutil diferencia) con un margen de error que ya ni menciono porque la gente ya no daba crédito a las encuestas gracias al fiasco de sus anteriores sondeos.
A medida que se acercaba el día de las elecciones, los ataques verbales de los partidos, en contra de nuestro candidato, subían de tono, y con ellos también subía nuestro candidato, medio o un por ciento en las encuestas, con detrimento, por supuesto, del candidato gobiernista.
La última encuesta se dio a conocer, como estípula la ley electoral, una semana antes de la elección presidencial. Mostraba un cuarenta y nueve punto seis por ciento para el candidato de los desempleados contra un cuarenta y ocho punto cuatro para el partido institucionalista (así lo denominamos ya que en su discurso siempre hablaban de la defensa de las instituciones) Así que una semana antes y, al versen por primera vez abajo en las encuestas, habiendo exhibido sin mayor decoro sus diversas tácticas democráticas (las ingenuas promesas de reactivación económica como fuente de generación de empleo no habían surtido ningún efecto. La compra de votos, algo que los partidos históricamente habían manejado muy bien, se les había salido de las manos, y el voto personal cada día se cotizaba más alto en las calles y en la mayoría de los casos estaba dejando de ser un producto negociable.), sólo les quedaba la intimidación… pero esta hubiera causado el efecto contrario y ese domingo se hubiera vivido un verdadero desfile democrático. La abstinencia, no puedo afirmar que hubiese sido nula, porque no hay poder humano, ni divino, que convenza a mi madre de las bondades de la democracia, pero si hubiesen sido, me atrevo a asegurar, las elecciones con el más bajo índice de abstinencia. Y al día siguiente, el candidato del partido de los desempleados, abrumadoramente con un sesenta y ocho por ciento, habría ganado las elecciones, para el pesar de los graduados de Harvard que nuevamente habrían cometido uno que otro error en sus proyecciones.
Desafortunadamente este no es el final de la historia. Las elecciones no se llevaron a cabo. Me gustaría escribirles aquí la historia que él planeaba para el país, escribirles, así fuera, el fracaso en su intento, escribirles, por ejemplo, que pudieron más los intereses de los empresarios, que pesó más la deuda externa, que sus sueños eran una pesadilla para el Banco Mundial y el FMI, que sus intereses iban en contra de los intereses de los gringos, o, que seguía tercamente aferrado a su determinación de nombrar como ministro de Trabajo a un desocupado por vocación.
Tal vez me gustaría contarles otra historia, que él no era un hacedor de historia sino un contador de historias, el mejor contador de historias que he escuchado. Que esa tarde en el parque, cuando el sol se confundía con el cemento, uno a uno se fueron yendo para sus casas, y que sólo quede yo escuchado, y que él terminó armando su historia a través de mis ojos y que después de escucharle y tomarnos una cerveza, estoy aquí, en mi cuartilla, llenando hojas, que compró mi madre, con historias que no son mías.
Pero no, el final no es este, como tampoco la intimidación fue la última de sus armas; esa noche, una semana antes de las elecciones, con un solo disparo le volaron todos sus sueños. (Tantas veces y de tantas formas nos han volado todos nuestros sueños) No faltaron las declaraciones de conmoción y repudio de La Comunidad Internacional, las promesas por parte del gobierno de no dejar este asesinato en la impunidad, los titulares de ya tocamos fondo de los diarios gobiernistas. Eso sí, no faltó quien se colocó la máscara, levantó su bandera y utilizó su imagen para preservar las instituciones, y de paso los planes del Fondo Monetario Internacional.
El desempleado observador tiene un alto cargo público, firma los cheques con una pluma que era de él. En el país continua el minhacienda de turno mostrando como triunfo la reducción de la inflación en detrimento del empleo, y en los cocteles se pavonea con la última medalla que le otorgo el Banco Mundial. Mi madre no se cansa de darme sermón antes de soltarme cada vez menos dinero, y yo hasta ahora me doy cuenta que las cifras de los periódicos no hablan de desempleados sino de desocupados.