Montevideo sin flores (cuento) – Jesús Antonio Álvarez Flórez.

MONTEVIDEO SIN FLORES

 

Adiós muchachos, compañeros de mi vida,

barra querida de aquellos tiempos.

Me toca a mí hoy emprender la retirada,

debo alejarme de mi buena muchachada.

Carlos Gardel

 

—Con permiso —dijiste a los asistentes a la fiesta, con una media sonrisa, y todos rieron sin saber que vos no estabas de humor ese día. ¿Por qué ibas a estarlo?  Antes de entrar a la cancha ya te sentías remplazado por Alfredo Zibechi, el nuevo centre-half del club, quien hipócritamente te deseó buena suerte antes del partido contra el Charley.

—Con los cincuenta pesos que te sacás como archivista podés casarte y vivir tranquilo, fuera de la cancha ­—te dijo.

Pero no podías abandonar el equipo así nada más, como quien sale de un boliche. Siete años antes dejaste tu casa en Durazno y viajaste a Montevideo. El bus en que ibas hizo una parada en Florida, pero no quisiste pisar otro lugar que no fuese la capital. Al menos eso me contaste al llegar al Colón, un año antes de que te fueras al Nacional y fueses grande hasta que lo quiso el destino. Más de doscientos partidos jugados, varios títulos de campeón y el cariño del público habían llegado a su fin. Ya no hacías parte del equipo titular, y cuando lo hiciste los aplausos se convirtieron en insultos. No sabés cómo me dolía oír lo que decían de vos en la calle. Que solo servías para hincha pelotas y otras boludeces. Llevabas tiempo sin marcar goles, y en la defensa hacías aguas ante los rivales. Por esa época ya te estaban buscando remplazo, a vos, el grande, y ni vos ni yo lo podíamos creer. Por eso, cuando Zibechi te palmeó la espalda, diste media vuelta y saltaste a la cancha vestido con la tricolor, la número cinco, y orgulloso luciste la cintilla de capitán ese día, 4 de marzo de 1918, tu último día.

Jugaste como nunca. Puede que los otros jugaran mal, que hayamos podido evitar el gol que nos hicieron, pero a nosotros solo nos importabas vos, o por lo menos a mí, y fuiste el mejor. Como antes, como siempre. El partido terminó 3-1. Los hinchas apenas dieron un tímido aplauso al final del encuentro. Los jugadores salieron de la cancha con las manos en alto, agradecidos por la asistencia del público. Solo vos, el mejor de la cancha, el ídolo de todos, El Indio Abdón Porte, abandonaste el terreno sin esperar ovaciones. Minutos después las graderías del Estadio Gran Parque Central quedaron desocupadas, y supiste que había llegado tu hora.

Imagino que antes del encuentro hablaste con tu novia, pero no le dijiste nada del matrimonio. Supongo que fue una conversación fúnebre, en la que le dijiste, sin venir a cuento, como me lo dijiste a mí y en el mismo tono, que a ella nunca le faltaría nada, que te encargarías de que siempre hubiese comida en su casa. Supongo que ni siquiera le diste un beso de despedida antes de ir al estadio.

Esa noche hubo festejos en la sede del club, y allí estuvo el nuevo jugador del equipo, quien no merece vestir tu camiseta ni correr en la cancha que reinauguramos después del incendio. Nunca entendí por qué la Comisión Deportiva del Nacional te remplazó por alguien menor que vos. Tampoco lo entendiste y por eso no quisiste vivir más. O por lo menos eso fue lo que me dijiste la otra noche, en lo de Renata. Estábamos en pedo cuando me pediste el favor, si lo querés llamar de alguna manera.

—Con permiso —dijiste, y luego de las risas diste media vuelta para siempre. Nadie te vio salir de la reunión, mucho menos oyeron el disparo que te diste en el corazón. ¿Es verdad que te encontró el perro de Severino Castillo, que ladró a su dueño hasta que llamó su atención y lo llevó al el centro de la cancha, donde estabas tirado de medio lado, con una pistola en la mano y dos cartas escritas a última hora? A mí eso me lo contó un fulano, pero hay tantas cosas que ahora se dicen de vos, después de tu muerte, que ya no sabe uno en qué creer. Hasta Horacio Quiroga, imaginá, acaba de escribir un cuento y sos el personaje. Pero en él te llama Juan Polti, no Abdón, ni Indio, sino Juan. Además, dice que esa noche fuiste a casa de tu novia y le hablaste de la boda. Pero los dos sabemos que eso no es cierto, Indio. Solo yo sé dónde andabas. Dejálos. Allá Quiroga y toda esa gente que cree en boludeces.

A mí me bastó con cumplir tu última voluntad. Fui yo quien te dio la pistola con la que te mataste, y fui yo quien llevó todas las flores de Montevideo al cementerio La Teja. Vino gente de todas partes: de Atahualpa, de Barrio Borro, de Lezica, Sayago y Peñarol. También me encargué de que todos los equipos de la liga te hicieran el mejor de los homenajes, uno inolvidable para el Uruguay y el mundo entero. Ellos trajeron miles de coronas a tu velorio, y todos los que te amamos hicimos lo mismo. Todas las flores de Montevideo fueron para vos, Indio. ¡Hasta los hinchas de los otros clubes te lloraron! Pasarán muchos años, tal vez la vida entera, y el país no volverá a llorar la muerte de un jugador como te lloramos a vos.

Olvidé decirte algo: Zibechi también te llevó flores, pero yo las tiré a la basura. Y no te preocupés por él ni por tu novia. A ella la cuidaré yo, y a él le echaré desde hoy y para siempre la tierra del olvido.

34 cuentos y un gatopájaro. Evelio Rosero. Destiempo libros, 2013.

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Por Alejandro Torres.

Cuando un diálogo, una foto, un sonido o una lectura logran llevárselo a uno en globo a otros lugares o tiempos, es ahí donde quedamos en manos de la imaginación. Esa nave sutil, también a veces terrible, tiene buen puerto de salida en estas instantáneas que hoy sugiero. Quienes hayan leído  a tipos como el febril Max Beerbohm o las imposibles faunas de Kafka, encontrarán por lo menos dichosas las pocas horas que se hallarán atrapados en la nave de Rosero. 34 viajes fantásticos. Mal haya que no fueron cien. Aunque al decir viejo, «lo bueno si breve, dos veces bueno». Que nadie se lo pierda. Un detalle más: Destiempo libros, al cuidado de Federico Torres, ha hecho una labor encomiable. Editar una colección de cuentos que se estaba llevando el tiempo, atrapando esos sueños en un formato digno.

El 21 de Diciembre, Último Día del Último Maya.

Por Oscar Barragán.

En el centro de la ciudad, el tránsito estaba paralizado. Hacia el horizonte se veía un centelleo enorme de color rojo.  Era como el anuncio de algo grave. Algunos peatones circulaban desorientados. Yo no era capaz de bajarme de mi carro. Ante semejante fenómeno me sentía inerme y congelado de miedo. Perdí la noción del tiempo. Aturdido al ver esa luz que ya abarcaba todo el cielo, me sentí desasosegantemente curioso al  no saber qué era lo que pasaba. Sólo pensaba en eso. ¿Desaparecería el mundo? Quise que así fuese para dejar de sentir semejante sensación tan desorientadora. Hasta que un sonido estridente apartó mi visión de aquel centelleo. De repente,  vi personas corriendo.

    Era la hora de regreso a casa. En medio del atasco del tráfico, los carros se veían abandonados y el tropel de gente aumentaba. Parecía no terminar de atardecer. Todas las actividades fueron abandonadas. Había una radiación y un murmullo  de pánico que semejaba el zumbido de miríadas de abejas atropellándose sin ton ni son dentro de un panal al que se le hubiese golpeado fuertemente. Yo no podía con esa sensación vertiginosa que hacía presión sobre todo en mis oídos. Ráfagas de aire caliente golpeaban mi carro y yo no me atrevía así a bajarme. De golpe una modorra irresistible, quizá producto del calor, se apoderó de mis sentidos. La pesadez cerró mis ojos.

    Desperté en medio de las ruinas de lo que al parecer había sido una conflagración universal. Todo había ardido en torno y se escuchaban unos cuantos apagados chisporroteos. El sofoco me hizo abrir la puerta y salir apresurado. No había ningún ser humano en el cercano derredor. Ignoraba  cómo pude permanecer incólume ante tal hecatombe. Había sido protegido por una fuerza misteriosa, presentí que tal fuerza era magnética. Una sensación de deja vú no me abandonaba desde que salí de mi carro. Recuperé el sentido del tiempo para darme cuenta de que era el fin, quizá el final de los tiempos.  Al recobrar mis cinco sentidos enseguida tomé el celular de mi bolsillo. Al ir a marcarle a mi amada, encontré un mensaje en el que ella se despedía de mí para siempre entre sollozos. El pavor se hizo mayor al escuchar que la radio de mi celular sólo ruidos ininteligibles emitía. Si bien había sobrevivido a la catástrofe, no me sentía capaz de sobrevivir al sentimiento de estar solo. El pavor se hizo mayor al ir recorriendo a pie la ciudad muerta. Por todas partes reinaba el caos. Cuerpos calcinados parecían una macabra obra de arte moderno al estar en poses de carrera, o botados retorcidos en el piso, en un paisaje surrealista donde los autos tenían formas inverosímiles causadas por el calor abrasante que había empezado a disminuir aceleradamente. Las torres de los rascacielos estaban desmigajadas y algunas echaban humo como cigarros a medio fumar. El calor se hacía más tenue a una velocidad pasmosa. Pronto, ante mi alarma de pasar al enfriamiento glacial, noté que el clima se estabilizaba.

    Empezó, de súbito, a anochecer y con el anochecer mi memoria se fue apagando, quizá porque no podía resistir ser el único sobreviviente en un mundo totalmente devastado. Mi conciencia era conciencia de algo concreto: la pérdida de conciencia sobre algo que era precisamente una oscuridad total en cuanto a coordinar las palabras con algo determinado. Tenía conciencia de estar perdiendo, o haber perdido, la conciencia. En pocos segundos ya no recordaba qué había pasado, y mucho menos de dónde venía, quién era o dónde estaba. La memoria de las palabras estaba intacta, pero tenía las palabras para las que no encontraba su correspondencia con la realidad. Es más: no sabía a ciencia cierta qué idea era la correcta para poder expresar la realidad, pues no sabía con qué relacionarla. Estaba esa palabra: realidad, pero no sabía a qué correspondía. Sin embargo, continuaba dentro de mí un diálogo inconcluso que me permitía seguir exponiendo lo que había estado constatando como pérdida de la memoria, pero se me escapaba por completo su significado. Era como si las palabras y las frases se dijesen solas, sin concurso consciente ni para emitirlas en mi pensamiento, ni mucho menos para entenderlas. Lo que me rodeaba se llamaba de algún modo que en mi magín se correspondía a una cifra resultado del batir de un par de dados que estuviesen en el aire sin caer, levitando en un mundo desconocido donde la ley de la gravedad fuese un posible, real en otro mundo. Dentro de mí bullían tantos nombres o cosas o estados como “carro”, “conflagración”, “modorra”, “ciudad”, “conciencia”, “gravedad”, “dados”, etc. para los que no podía asignar algo concreto, y que se iban hilvanando por sí solos, sin mi concurso, en frases que no podía explicar o entender. Era como si jugase a lanzar cosas hacia arriba que permanecían en el aire mientras yo estuviese con las dos manos esperando a que cayesen, pero que sólo se mantenían arriba por mi espera o por mis manos extendidas, todo lo cual yo ignoraba. Nunca sabría qué había sucedido. Estaba empezando a vivir en medio de un mundo desconocido para el que no tenía otro nombre que las palabras sin designación comprobable para mí, y sin significación en mi mente. Ah, otra palabra que vuela como paloma que no regresaría al Arca de Noé: “mente”. Y esa otra tan extraña: “mundo”.

    Luego de muchísimo tiempo, no sé cuánto, los objetos adquirieron el brillo prístino de un comienzo de mundo. Para mí todo era nuevo. Empecé por nombrarme: El Innombrable. El comienzo del mundo, al final de todo, ya no era un recomenzar, sino un final del hundimiento total. Al frente mío había una ciudad abandonada con todos sus edificios intactos, como si la herrumbre del tiempo no los hubiese tocado, y muchos menos el trajín de sus habitantes, que parecían haber salido de allí dejando la ciudad sin motivo alguno. Al fondo observé el campo de juego de pelota, al pie de nuestro observatorio, que tardé en abandonar para ir a reposar en nuestra piedra sacrificial, ya que me había acometido un deliquio alucinante en el que la visión de una ciudad con extraños artefactos y luces rutilantes había hecho colapsar mi conciencia. Al presentir que ya me llegaba el fin, unas pocas frases volaron entre mis labios mientras recuperaba del todo la conciencia sólo para darme cuenta de que lo que nuestros astrónomos habían predicho se había cumplido: el magnetismo de la tierra había cambiado con un absoluto exabrupto, rompiendo todas las posiciones mentales del planeta. /La conciencia de Gaia se deshacía en flecos, cuyos últimos jirones apenas brillaban macilentamente, y entre ellos estaba cual luz más cruda el de uno que había sido miembro de la especie más depredadora de todas, la humana. / Oh oscuridad, mi luz…Yo…muero;…sin…pen-sar-lo; como el último de la especie que nunca pudo superarse hacia la conciencia de la tierra.

 

FIN.

Somnium (relato)

Por Edgar Díaz.

“The face of evil is always the face of total need.

A dope fiend is a man in total need of dope.

Beyond a certain frequency need knows absolutely no limit or control.”

William Seward Burroughs

‘Deposition: Testimony concerning a sickness’

Por más que me rehúse, tarde o temprano tendré que asumir la decisión tomada. Odié francamente optar por ella. Estaba hastiado de elegir por los tres. Sólo digo que alguna intervención considerada me hubiera hecho cambiar de parecer, pero que va… Después de todo creo que el tres es un mal número. Somos una cifra cuyos lazos consanguíneos la hacen indivisible pero también dispareja. En realidad creí posible que nuestra madre nos comprendiera a ambos por igual, sin inclinarse la balanza. En eso las matemáticas se equivocaron: la mitad de tres no es uno y medio, es dos y uno aparte.

Está muy anciana y el panorama marchito empeora cuando la veo con la mirada apesadumbrada por su hijo favorito que decae en la enfermedad, una que lo ha mantenido agonizando en silencio durante años. El doctor Serrato me prometió no denunciarme por mi réprobo proceder al obligarle a desahuciar a Tomás el mes pasado. Acepto que esa vez fui presa de la desesperación. Serrato insistía con la absurda idea de guardar la esperanza. Sostenía que todavía puede encenderse el faro que atraerá algún navío mensajero de portentos divinos a puerto seguro. En cuanto a mí, la luz del dichoso faro se me hacía una proyección socarrona y ridícula. Una que estaba empalagando de expectativas engañosas a cuanto pariente chismoso venía a alentarnos, a alentarlo…

Hubo varias perspectivas de esta situación que muchos aprovecharon para juntar las piezas familiares que se habían exiliado sin permiso, como la fastidiosa prima Susana, que calificaba de ingratos a quienes fueron a probar fortuna en el extranjero. Otros, como el jesuita del tío Virgilio, la usaron para pasar revista de sus intereses ya que, si Tomás estiraba la pata, la tajada de la herencia que papá le dejo a toda la familia se les agrandaría. Cabe nombrar otro grupo de incrédulos realistas, escépticos sensatos, que asumimos lo que acontecerá en efecto. Una facción unitaria de la que por desgracia soy miembro exclusivo, pues sin esperar ansiosamente los beneficiosos eventos colaterales que se desatarán retocados de falaces condolencias, deseo que todo termine pronto.

Desde hace unas pocas semanas, al finalizar la quimio, me percaté cómo él alimentaba las ilusiones de mamá. La escueta sonrisa que le dedicaba a duras penas era capaz de disimular esos cuencos oculares, ojerosos de tanto pasar noches en vela trasbocando. Un patetismo propio de canallas con ínfulas de San Lorenzo a sabiendas de que la muerte les dora a fuego lento las costillas. Recostado en cama, ella le inyectaba la morfina. Quería que no le privaran ese capricho, así que puse al tanto a la enfermera jefe para que no la interrumpiese. Solo debían intervenir en caso de generarse complicaciones de gravedad. A medida que el elixir onírico ascendía por la jeringuilla, se contorsionaba leve.

Ella le narraba historias de viajes remotos cuando el calmante alcanzaba su punto álgido: ambos imaginaban que eran vencejos, aquellos pájaros con alas en forma de hoces pequeñas; peregrinos acérrimos que casi nunca se detienen a descansar. Imaginaban que convertidos en aquellas aves podrían visitar a Dios en su palacio del Sol, siguiendo el rumbo marcado por un eclipse tan prieto como la obsidiana, a la espera de no ser quemados en su proeza. Le pedirían, como tantas otras veces, la concesión del milagro de restaurar la salud del convaleciente.

Será esta noche. La he visto llorar a solas lo suficiente como para que me desgarren las entrañas mientras, de manera frenética, acaricia los rojizos bucles de la peluca entre sus dedos nerviosos. Existe un riesgo patente de ser descubierto por algún inoportuno o de ser delatado por quien ya intuye mis radicales intenciones. Aún así, hay que sentir de vez en cuando la caricia fría de la adrenalina deslizarse por el dorso, liberando impulsos y conteniendo miedos. Las culpas que mis familiares disparasen cuando se enteren de lo ocurrido no tendrán impacto sobre mí. Todos ellos carecen del anhelo egoísta de vivir y dejar morir, no entienden que su cáncer se esparce sobre nuestras vidas. Nos va parasitando y estamos muriendo con él. Por fortuna el arma homicida estaba a la mano. El vencejo se detendría al fin para morir extenuado, sin haber alcanzado su indefinido horizonte. Abandonaría ese cuerpo abatido, todavía sedado, con cada débil ahogo del almohadón. El faro apagará al fin su luz y ningún navío llegará a aquella bahía infausta. Ni por uno ni por dos

“No se lo digas a nadie, mucho menos a mí, hermano mío. Era mucho dolor a cuestas para soportarlo. Mayor era su carcoma que el de cualquier remordimiento. Pero ya no importa, dejarás de vivir indignamente siendo alimentado de piedad y migajas. Puede que mamá se vaya a la tumba contigo. O bien puede recapacitar y andar el tramo de la milla verde que le falta. Así es como debe ser el corazón indivisible de una madre”

Había sinceridad en mis palabras y sosiego en mi actuar. Estaba contento por la lección asimilada en reacción a las tercas mesuras que los demás adoptaron para mantenerlo con apariencia de vivo.

            Es posible hacer justicia con la maldad.

Fue la única lección de provecho.

[2009]

1978

Por: Tomás Ferri

A mi padre nunca le gustó el fútbol.

Tengo dos hermanas mayores, yo cuento cinco años, y aún vivimos en el campo. Al año siguiente nos trasladaríamos en un camión con todas nuestras cosas, pero sin los perros, a un pueblo. Pero eso es otra historia, una que no entendí. ¿Cómo se puede dejar atrás la mitad de la familia? Por ahora guardo las lágrimas para el futuro, tengo cinco años y estamos en la casa de la tía Ema, la hermana menor de mi padre. Es mitad de año y el día de alguna de las celebraciones religiosas que le dan más color a los calendarios. Hay una pelota, ni siquiera un balón, una pelota medio desinflada que amenaza con dejar de rebotar. Mi contrincante es una pared de bareque, que pretende vencerme agotando mis fuerzas. “Terco” siempre fue el adjetivo con que mejor me describieron de niño, y aún así la pared ganó. Me fui cerca del lavadero y me senté sobre una piedra. Mi tía echaba maíz a las gallinas y estas, sin saber que no eran invitadas a un banquete sino que eran el banquete, se acercaban torpemente a picotear maíz en la polvareda. Las hermanas de mi padre y mi madre no más ágiles que las gallinas las agarraban como mejor podían; algunas gallinas se espabilaban y emprendían la huida por debajo de las enaguas de mis tías, yo reía tanto y tan alto que ellas se sentaban rendidas en el suelo y también se echaban a reír. La esposa de don Andrés, un conductor de camión, esperaba sentada en una poltrona. Le iban pasando una a una las gallinas que a bien iban atrapando, y ella las tomaba del pescuezo y con un solo giro de muñecas hacía que las gallinas dejaran de aletear, las cabezas colgando. Ese traquear no me daba risa, en aquella época me aterraba. Luego era el desplume y a la olla.

A la hora del almuerzo, el hambre me hacía olvidar el propósito secreto que había hecho de no comer gallina cuando ya con los ojos cerrados escuchaba ese sonido que anunciaba la muerte.

Donde mi tía había un televisor, de esos de tubos que demoraban unos minutos en calentar, blanco y negro, por supuesto. Uno de los pocos televisores de la vereda. Era el mundial. Yo no sabía que era el mundial. Y jugaba la Argentina. Yo no sabía donde era la Argentina. Mi padre se subió al tejado, unas tejas de barro que no hubieran soportado el peso de las tías mayores. Mi padre movía lentamente la antena y abajo frente al televisor todos los espectadores gritaban: “más, más, ahí, mucho, a la izquierda, devuélvala, a la derecha”. Hasta que por fin la imagen del televisor mostró lo que fue el primer partido de fútbol que yo vi en mi vida. Todos hinchaban a la Argentina y yo creí que todos éramos de la Argentina. Unos gritaban, otros aplaudían, yo no entendía. También, por primera vez, escuché a los hombres decir muchas palabras groseras enfrente de las mujeres. Pero nadie se molestaba, todos carcajeaban y reían. Y, además, decían che para todo. Yo nunca había escuchado esa palabra.

La muerte enlutó mi primer encuentro con el fútbol. A don Andrés que lo esperaban para el almuerzo, tuvieron que ir a traerlo porque había sufrido un accidente.

Las tías vaciaron uno de los cuartos, colocaron una mesa en el centro y ya en la noche vi una caja de madera rodeada de muchas velas. El ánimo de todos era diferente y las bromas y las risas habían desaparecido. Yo pregunté si la Argentina había perdido. No me hicieron caso. Llegó mucha más gente, gente que no había estado en el almuerzo y empezaron a rezar como en una iglesia, pero por mucho más tiempo. La gente hacia una fila que empezaba en la caja de madera y daba a la mitad del patio, el primero de la fila permanecía un rato mirando hacía la caja. Algunos lloraban como yo lloraría al año siguiente, pero yo todavía no había empezado a ser un experto en los tipos de dolor. Mis tías me impedían acercarme, pero mi padre, que poco caso les hacía, me alzó y me llevó cuando la fila ya menguaba. Cuando llegamos mi padre bajó la mirada hacía el cajón pero no se santiguó. Yo no vi que había dentro de la caja, porque al lado, sobre una mesita de noche, había una foto de don Andrés, mucho más joven y menos serio, rodeada por muchas veladoras. Esto capturó toda mi atención. Le pregunté a mi padre al oído por qué le ponían todas esas veladoras. Y él solo me dijo: costumbres viejas.

Caminamos en la noche con la luna oculta en alguna parte del cielo. Mi padre y mi madre hablaban de lo trágico de la muerte de don Andrés, yo no podía evitar pensar en su esposa sentada en la poltrona desnucando gallinas y entendí la muerte como un castigo. Llegando a casa mi padre y mi madre ya recuperaban el ánimo y mi padre me dijo: che, te voy a comprar un balón. Ese fue el único partido de fútbol que yo le vi ver a mi padre, años más tarde decía que eso era para los desocupados. El balón sí me lo compró, pero al año siguiente, cuando llegamos al pueblo, para que yo no muriera de pena moral por los perros. No morí de pena moral. Día y noche pateaba el balón contra las paredes en el patio. Mi padre estaba feliz por ver cómo disfrutaba jugando. Yo pateaba y pateaba sin cesar; cómo odiaba a ese balón. Mi maestría en el dolor del hincha de fútbol la cursé años más tarde, pero eso tampoco hace parte de esta historia.

Con los años me enteré de que ese mundial estuvo más enlutado de lo que nosotros suponíamos, me enteré lo que hacían los milicos argentinos con los presos políticos mientras la gente celebraba cada gol. Pero eso también hace parte de otra historia. Hay tantas historias que hacen parte de otras historias… que terminan por no hacer nunca parte de la historia.

Transgresión (Microrrelato)

Por Tomás Ferri.

 

Desde que empezó la prohibición, sus chances de hallarse disfrutando de un café o una cerveza con un cigarrillo se vieron casi extinguidos. Se veía a sí mismo casi como un perseguido político, acorralado y con no otra aparente salida que la clandestinidad. Su salud mental había sido violentada legalmente, y una pesadilla recurrente lo perseguía aún cuando estaba despierto. Lo habían sumido en la paranoia y lo único que en ese momento podría tranquilizarlo era un cigarrillo, pero era éste la cabeza y la cola del monstruo que ahora lo envolvía.

En donde estuviera, haciendo lo que fuera, un imperceptible sonido para los otros lo perseguía. Era la sirena de un carro de bomberos. Era leve, pero aún así, no lo suficientemente vago para que él no supiera que estaba allí, mutando hasta en canciones contestatarias. Entró a un café, por supuesto, clandestino. Uno de los pocos sitios donde se podría fumar un cigarrillo en paz. Pero ya no había tal para él, la tonta pesadilla le rondaba en la cabeza: se imaginaba que apenas prendiera el cigarrillo el sonido se haría más y más audible hasta que un carro de bomberos, en pocos segundos, frenaría justo enfrente de él y, cual anarquista en protestas desmedidas, un chorro de agua lo dispararía hacia el grisáceo cielo que opacaba aún más la lúgubre ciudad. Sabía que era ridícula esa imagen, y que era más ridículo que estuviera desarrollando una fobia contra los carros de bomberos. Lo peor era que al otro día, sábado, tendrían un simulacro de incendios en su empresa. No podía reportarse enfermo, porque lo estaba.

Le preguntó a la mesera si podía fumarse un cigarrillo en el baño. Ésta, extrañada, trató de hacerle entender que ya estaban inmersos en la ilegalidad, que podía fumar allí en la mesa sin preocupación. “No querrás transgredir la ilegalidad”, le dijo la mesera y se largó. Él ya estaba acostumbrado a las meseras con ínfulas de filósofas. Sin embargo, a su cerebro no le calaba del todo la frase que acababa de escuchar. No había duda; como si le faltara la nicotina, se le nublaba su raciocinio. Escuchó a una nueva cliente del lugar, quizá demasiado bulliciosa para ser mayor de edad: “nos montan todo el discurso del libre desarrollo de la personalidad, decidimos fumar, ¿y qué?… estamos jodidos ¿no?”.

Quizá por el ruido, el humo y lo atestado del lugar no podía dejar de pensar en el día siguiente (el estruendo de las sirenas ―esta vez audible para todos―, los oficinistas en fila india serpenteando fuera del edificio, los ojos de su jefe clavados sobre el cigarrillo que él estaría intentando encender); parecía estar desarrollando una especie de paranoia a su paranoia. Por esto, se dirigió al baño, cerró con seguro y abrió la llave del lavamanos. Por fin prendió el cigarrillo pero, simultáneamente, su tos se empezó a mezclar con la de la llave del lavamanos que empezó a rociar agua y viento como un aspersor quejumbroso. Hubiera sido más sencillo, pensó él, que hubieran empezado la prohibición con el alcohol. Aunque, de hecho, él tampoco bebía antes de la prohibición.

…a fútbol

Por: Tomás Ferri.

I

Más de seiscientos, no escucharé en el noticiero.  La mayoría con casco, bastón de mando –para proporcionar golpes contundentes y controlar la situación-,  un escudo al estilo victoriano pero acrílico, y algunos en caballo.  La retaguardia la conformaban unas patrullas y tres antimotines.

Nos requisaron cuatro veces.  Decomisaron: cigarrillos, fósforos, encendedores, chapas de cinturón, pilas, monedas.  Entramos, como siempre, con los zapatos en la mano.  Estaba prohibida la entrada de papel y, por supuesto, la pólvora.  Gracias a las exhaustivas y poco recomendable requisas, la tribuna se fue llenando paulatinamente.  La fila era gigantesca y los de a caballo pasaban entre las filas como para mantenernos aplacaditos.

Ya con la tribuna colmada, una majestuosa bandera con el rostro del Che daba la cara a un cordón de los de casco, escudo y bastón en mano.  Ellos nos observaban ignorando la cara del Che.  Se sabía que las cámaras que nos grababan no eran sólo de los noticieros; por eso, a la hora de la salida del equipo, del papel, las quemas y la pólvora emergían algunos con pasamontañas para evitar eso de la identificación.  Ya algunos no habían vuelto, se rumoreaba que estaban detenidos –por agitadores. Esto sí, nunca,  aparecía en el noticiero.  En todo caso, eso nunca nos ha amedrantado.

Los de a caballo se cuidaban mucho porque el otro día uno de la barra pasó tranquilamente por atrás y le dejó un petardo, de bajo alcance, entre las patas.  Fue un totazo, como una bomba.  Ese caballo quedó parado en dos patas y el de a caballo quedó fue de suelo.  Claro está, que en un momento nos tenían rodeados, requisa más exhaustiva y que ¿quién había sido?  Entre tres o cuatro mil con la misma camiseta, difícil.  Por supuesto, nadie se rió, si no habrían llenado, por lo menos, cien veces las patrullas con nosotros.  Uno que otro madrazo nos ganamos del de a caballo.

Hoy los del frente están ardidos porque uno de nuestra barra les dejó un lacrimógeno en la fila.  Eso sólo era una venganza; cinco de ellos cogieron solo al que llevaba nuestra bandera y se la bajaron.  Hoy esos del frente no trajeron ni una bandera, se nota que venían prevenidos; pero no, no esperaban lo del lacrimógeno.  Como dice el corito, que lloren antes, que lloren después.

El puto de negro que empieza, a punta de pito, a subirnos la sangre a la cabeza, hasta que algunos de la barra se encaraman en las mallas protectoras, allí vienen los de bastón a hacerlos bajar a punta de fuerza bruta.  Se bajan los de la barra, algunos con los dedos aplastados y sangrando por los bolillazos.  Un cordón de los de escudo y traje espacial se para enfrente de nuestra tribuna, y nosotros los saludamos con un cantico:

¡Policía!,¡ policía!

Después del partido viene la lluvia de piedras.  Corremos a los de la barra del

que aburrido que te ves

frente y la barra de enfrente nos corre… Y vienen los tombos, los lacrimógenos,

cuando vienes a la cancha

un puñetazo en mi nuca, el pavimento rebotando contra mi rostro, los gritos del

¿quién se come a tu mujer?

tombo, mis quejidos que no quieren salir y el último estruendo y la eterna sordera.

II


-¡López!

-¿Si?

-No vaya sacar el culo mañana.

-Ni pensarlo. -mañana es la confirmación de la hija mayor de Cárdenas y casi todos vamos a ir.  Hoy estamos esperando que se acabe este puto partido para ir a tomar donde doña Bertha.

-¡López!

-¿Qué?

-No le pongas atención esos guevones.

-Yo soy soltero.

-¿Y eso qué? ¿No tienes novia?

-Si –le contesto a Cárdenas y no puedo dejar de pensar en que es él, Cárdenas, quien se deja envenenar por los canticos de la tribuna.

-Yo hasta era hincha de este hijueputa equipo, pero ahora… -Cárdenas calla cuando una avalancha de hinchas se empiezan a trepar en la malla protectora y es el primero en llegar a la malla y golpear con vehemencia los dedos que salen a este lado de la malla.  Golpeamos y golpeamos la malla hasta que todos retroceden, luego nos quedamos a un metro de distancia para prevenir otra embestida.  No pasa ni un minuto y nos empiezan a cantar de nuevo:

¡Policía!,¡ policía!

-¡López!

que aburrido que te ves

-¿Ahora qué?

cuando vienes a la cancha

-Voy a…

¿quién se come a tu mujer?


-…voy a llevarte un par de estos hijueputas a la tanqueta para ver si son tan machitos de seguir cantando –me termina de decir Cárdenas y ya veo la escena.  Cárdenas corriendo tras ellos y metiéndole un coñazo al primero que agarre, tirándolo al piso y apuntándole con la de gas y gritándole: ahora canta cabrón, canta… cabrón de mierda… el culicagao, asustado, casi lloriqueando, sin poder decir nada.  Cárdenas salido de sí, apuntándole al oído y disparando antes que alguien se lo impida.  El oído reventado, cientos y cientos de hinchas corriendo adiestra y siniestra, la tanqueta llenándose, más tarde tomándonos unas cervezas donde doña Bertha, mañana la confirmación de Claudia, y la próxima semana nuevamente… a fútbol.

Gozque y Kimil

Por: Tomás Ferri.

Un amigable lamido en la pata herida lo despertó.  Debería –si pudiera- pensar que estaba en el infierno; y no porque los calurosos rayos del sol laceraran sus otras heridas, sino porqué quien lo lamía era el ser más horripilante que jamás había visto.  Era difícil pensar que esa cosa… disforme, en el algún momento había sido un cachorro.  No tuvo tiempo para siquiera quejarse antes que sus ojos se volvieran a cerrar.

Cuando despertó estaba en el interior de una casa.  Bueno, para que lo entendamos, él había vivido en enramadas construidas en tugurios que, a punto de derrumbarse, estaban en mejor condición.  El hombre que cuidaba de él se obstinaba en hablarle ese insulso lenguaje de los humanos, y peor aún, la mayor parte del tiempo hablaba sólo para sí mismo.

Tras el largo tiempo de convalecencia se terminó quedando.  Por agradecimiento, por no sentir aun las fuerzas suficientes para irse, por no tener a donde ir, o, porque intuía que, como él, aquel hombre que lo había cuidado estaba refugiado en la huída.

Lo primero que corroboró, cuando se pudo levantar y salir de la casa, fue que sus ojos no lo habían engañado ni había sido producto de los delirios cuando estaba tirado en una zanja cercana; el perro que le había lamido la herida parecía ser víctima de la sarna, las garrapatas y del ataque diario de una gavilla de hienas.  Gozque, generalmente así lo llamaba el hombre, pero igual también le decía Sarna o Belcebú, las moscas siempre lo seguían.

Él, pese a la cicatrización de sus heridas y a la pata víctima de un tiro, causaba respeto, si acaso miedo, pero no desazón.  Era negro azabache y siempre lo habían llamado Diablo, Lucifer, Satanás y cosas semejantes, con la excepción que cuando cachorro lo llamaron Vampiro.  Kimil lo llamó este hombre.

No había viviendas cerca donde merodear así que Gozque y Kimil pasaban la mayor parte del tiempo echados a la sombra del árbol más cercano y en la noche se metían en lo que pretendía ser una cocina a acompañar a su esquivo amo.

El comportamiento de este amo era más peculiar que los que había tenido hasta entonces.  Parecía como si ni él ni Gozque existieran, los determinaba poco.  Lo único común con pasados amos es que en ocasiones hablaba con ellos como si hablara con uno de su especie.  No comía mucho y, por supuesto, ellos tampoco.  El hombre echaba más de la mitad de su comida en un mugriento recipiente de lata, así que se tenían que conformar con lamer hasta dejarlo casi brillante, lo rescatable de su situación es que las palizas estaban ausentes.  Y, el hombre, dormía más bien poco, así que ellos tampoco dormían en la noche, aprovechaban la modorra que acompañaba las tardes y, bajo los árboles, se ponían al día -en cuanto a horas de dormir se refiere.

En el tiempo que lo acompañaron, que es difícil de calcular porque la percepción que tienen los perros del tiempo parece limitarse al presente progresivo, Kimil había percibido que el único contacto que este hombre tenía con su mundo se limitaba a la normal transacción comercial con una tienda que encontraban después de una larga caminata montaña abajo y con un lugareño que, de cuando en cuando, se aparecía para que este hombre le enseñara a tocar guitarra.  Este lugareño también parecía un eremita pero su rostro siempre reflejaba un estado de tranquilidad.

La rutina los absorbió de manera que cada noche parecía perpetuar las anteriores.  Sin embargo, una noche el hombre se levantó de la mesa y se acostó emitiendo unos extraños gemidos.  Kimil se acercó a la cama y supo que algo andaba mal, la normalidad había sido quebrada.  Gozque, por su parte, se dirigió a la puerta pero ésta tenía tranca.  Los dos se echaron al lado de la cama mientras sus lánguidos aullidos se confundían con los gemidos del hombre que deliraba.  En sus delirios el hombre veía su mano esbozando una y otra vez, en unas hojas ajadas, lo que parecía el mismo rostro; una mujer joven, con una amargura fuera de lugar que arrugaba sus labios y no iba con el resto del rostro.  Por más que su mano se esforzaba, bosquejo tras bosquejo, no podía deshacer la desdicha de aquellos labios.  Y veía a Kimil olisqueando las hojas ajadas, no como tratando de percibir el aroma de aquella joven, sino como buitre sobrevolando la carroña.

El hombre dejo de delirar, de quejarse y también dejo de respirar.  El tiempo que no comprendían siguió pasando y en su progresivo presente sólo el hambre los comenzó a azotar.  Husmearon por la casa olisqueando cada rincón y, pese a no esperar gran cosa, destruyeron la alacena pero desafortunadamente lo poco comestible que había allí, lo único que consiguió fue desencadenar un violento apetito.

No morderás la mano que te alimenta.  Pero, ¿si esa mano deja de alimentarte?

Cuando, una noche, el lugareño derribó la puerta no pudo ver la escena como propia de la naturaleza y las circunstancias: hambre-carne.  Vio al mismísimo Belcebú hundido en las pocas tripas que le quedaban a aquel hombre, moscas que jamás se asquean revoloteando como en una danza macabra.  El lugareño, ante esta escena nauseabunda, no sabía si vomitar, salir corriendo o tratar de espantar a Belcebú cuando sintió unos ojos que lo veían, era Yum Kimil que sí había reparado en él.  En la oscuridad esos ojos brillaban de un modo que él pensó era sobrenatural, su figura no se podía ver pero parecía humana:  sentía la energía del cazador fortalecido por el espíritu apropiado de su caza, percibía el instinto del antropófago saciado y, por encima de todo, veía brillando los colmillos sangrados como de vampiro.

EL CUENTO… de las elecciones

Por Tomás Ferri.

Por lo menos fui primera página en los diarios oficiales, “Desempleo rebasa el 22%.”

Sí como sabes en las estadísticas oficiales no toman en cuenta a los paramilitares, la guerrilla, los narcotraficantes, los delincuentes comunes, quienes están privados de su libertad, quienes tienen un puesto ambulante, los limosneros, los profesionales que sobreviven con un empleo ajeno y lejano a su preparación y todas las formas de subempleo, y otros colegas, por así llamarlos, que en este instante se escapan a estas letras y que conformamos, sin quebrantar los axiomas matemáticos ni obviar las probabilidades, la mayoría absoluta en el país.  (No tomé en cuenta a los estudiantes que utilizando etimología de mercados serían desempleados potenciales, en otras palabras son los que en el futuro nutrirán esta cifra estadística)

Claro está, sería bastante alarmante para el estado tomar en cuenta todos estos factores y mostrarlos en las frías estadísticas.  En primer lugar, asaltaría la curiosidad de La Comunidad Internacional que se cuestionaría, ¿qué hacen todos esos desocupados en el país?  Aunque sin enredarme en definiciones un desocupado no hace nada, al menos analizándolo desde el punto de vista productivo.  Porque desde un punto de análisis lógico; el desempleado tiene que comer, vestirse y cumplir con todas esas necesidades básicas de las que habló Maslow.  Pese a esto, existen algunos desempleados que, no sé si por el total desconocimiento de las teorías de Maslow o por el conocimiento total de éstas, prefieren rebuscarse el dinero; no para satisfacer una necesidad tipificada como básica como es vestirse sino la de ir al cine, que está reservada para una persona con capacidad de satisfacer por sí misma al menos dos de los escalones de Maslow.  Y lo peor es que otros invierten este dinero, no producto de su plusvalía, en hojas de vidas, necesidad que ni siquiera fue tipificada por Maslow, pero que para la mayoría de mis colegas es la base de su pirámide.

Los oficios de un desempleado se deberían reducir a nada.  Porque si tiene algún oficio sería contradictorio con su propia definición de desempleado.  Claro que está contradicción no tiene nada que ver con la dialéctica, esta contradicción es menos existencial y a la vez más real.  Porque a lo que denominamos en el texto oficio; no implica por sí mismo un trabajo con patrono, paga y beneficios incluidos.  Implica es el que-hacer diario.  Esto se refiere a lo que se dedican los desempleados en el tiempo que los empleados se dedican a generar el ingreso bruto de la nación.  Y he aquí la terminología que intenta aclarar el texto: el desempleado es un ser temporalmente (aunque en mi caso ha sido total, pero para efectos de una explicación casi racional me excluiré en esta definición) sin empleo y que tiene el deseo latente de emplearse.  Caso diferente del apelativo, que en algunos casos se utiliza con señalamiento y desdén, desocupado, que describe a un ser yerto, y ¿cuál es la principal ocupación de un desempleado sino es la de buscar trabajo?, que implícitamente muestra una ocupación dejando fuera de contexto la palabra desocupado, que en mi parecer sólo se debería utilizar al referirse a los muertos, y que pequé al escribirla aleatoriamente en los párrafos anteriores, pero que sólo utilizaré en esta estricta definición en la siguiente historia.

En esos tiempos, creo, el estado se enorgullecía de todas las zonas verdes y recreativas que había hecho para mejorar lo que denominaron: calidad de vida. Aunque en esta definición estatal no hablaban si la medición –vida- la realizaban cuantitativa o cualitativamente, y nunca hemos conocido las características o caracteres que utilizaron; que sin hacer un juicio a priori no deben alejarse de la pirámide de Maslow, y con esto no quiero enjuiciar a Maslow porque ahí están sus escritos que hablan por él, ni mucho menos al estado porque ahí está el país que…  en todo caso, los parques permanecían llenos: de sueños, desesperanzas, meditaciones, frustraciones, rabia, y hasta amor.  Porque aunque a La Comunidad Internacional le parezca extraño, una de las ocupaciones que mantenía viva a esa mayoría, desempleados, era el amor.  Acaso no es eternizadora (palabra incorrecta que quiere expresar dos a la vez: tierna, porque por regla general las escenas de amor deben ser tiernas, en caso contrario se convertirían en pasión y no tendría nada apasionante estar desempleado, aunque es una pasión a la cual se nos somete; y eterna, porque los hechos venían, estaban y parecían continuar) y esperanzadora una escena en plena silla de parque para un desempleado que observa como el desempleado del lado coquetea con su mirada, porque de que más podría este prójimo ostentar sino de sus ojos, a una desempleada que hasta ahora llegaba y tomaba silla enfrente y que muy seguro por su elegancia hacia muy poco había ingresado a esta creciente población o no se le había apagado el deseo de ingresar al otro costado y acababa de salir de una de esas motivadoras y frustrantes entrevistas.  Ella en un comienzo se mostraba renuente a prestar atención al ya muy insinuante lenguaje no verbal del desempleado, quizá por considerar que éste no llenaba los prerrequisitos básicos de un buen pretendiente, ¿cómo va a ser un buen pretendiente un colega?, y como en los caso anteriores, el colegaje se da no por la profesión u oficio sino por la carencia de empleo.  En todo caso, al poco tiempo la muchacha cedió a sus propios anhelos ya que el muchacho de enfrente era muy atractivo, y no le importó que a éste no se le viera la mínima intención de emplearse; y con una sonrisa aceptó su compañía.  El desempleado observador se cercioraba que la muchacha no descubriera su condición de observador, porque la de desempleado no la podía ocultar, y menos un martes a las diez de la mañana sentado en un parque.  En un parque que era patrimonio de los desempleados, y por ende al ser mayoría, un patrimonio nacional.  Él observaba con lentitud, que es una virtud exclusiva de los desempleados, como su colega del lado, en unos pasos tranquilos y alejados de la realidad, se acercaba a la silla de aquella joven que, sin los prejuicios propios de su nueva condición, desabrochaba esa belleza que parecía marchitar los edificios circundantes.  El observador no sintió envidia de su colega, aquello era como el último film gringo que había visto; tan irreal e ilógico, pero que salía pensando que el protagonista por día ser, ¿por qué no?, él mismo.

Él en sí, ya se consideraba un desempleado poco creativo y menos entusiasta.  Tenía sus horarios más mecanizados que empleado público.  La ocupación que más le entretenía era observar.  El entusiasmo lo debía haber perdido desde la época que era empleado bancario, pero empleado al fin y al cabo, que tampoco era que en esa época le alcanzara la plata, pero al menos hacia su contribución semanal a la industria cinematográfica gringa.  Ahora se conformaba con pasar por las salas de cine y ver los carteles, luego caminaba y observaba en las vitrinas las corbatas de moda y, allí, siempre se le hacia un nudo en la garganta al pensar que si no hubiera apoyado al sindicato quizás tendría su trabajo, el sentir su cuello libre lo reanimaba, pasaba la calle, llegaba al parque, y mezclaba con todo un sinnúmero de desempleados su sino.  Se sentaba en la cuarta silla, contando de la esquina noreste en la diagonal hacia el centro, y observaba.

Ese martes, ya casi a las once, observaba como aquella pareja que ya parecían viejos conocidos disfrutaban del calor veraniego, que paradójicamente para los empleados sólo está ahí los fines de semana, si su carga laboral y el estrés les permitían disfrutar de éste.  De hecho, aquí comienza la historia que quería contar; con la pareja de desempleados besándose en una silla del parque central, con un desempleado observándolos desde la silla del frente,  conmigo sentado en el prado observando la pareja besándose y observando al colega del frente observando la pareja besándose y tratando de escribir un cuento quizá sobre la pareja y el observador del frente, con otro desempleado observándome a mí tratando de escribir un cuento, y con otros y otros desempleados observando y dejándose observar por otros y otros desempleados.

De repente, vi a uno de los desempleados, quizá al que me estaba observando tratando de escribir un cuento, ponerse de pie en una de las sillas y comenzar a contar tal vez historias de ficción y/o espanto, creí en principio, porque se conglomeraron a su alrededor todos los que en el parque estábamos con excepción de cuatro: la pareja que nublada por el repentino romance comenzaba a olvidar las mínimas normas con que se deben comportar unos desempleados en un sitio público, el observador que confundía la escena de aquella pareja con la escena final de una de las películas gringas que había repetido, y yo, que no tenía ganas de escuchar cuentos sino de escribirlos pero, que siendo objetivo, la historia que escribía a partir de aquella pareja no se alejaba mucho del romanticón film hollywoodense que el observador creía estar viendo. (Ahora que lo pienso mejor, si de repente hubiera incluido al observador en esa historia, como uno de esos sicópatas sueltos, al menos habría escrito uno de esos thriller que tanto les gusta a los gringos)

Desistí de continuar escribiendo la historia por dos razones: la primera, porque no tenía ninguna historia que contar; y la segunda, porque toda esa gente comenzó a llamarnos.  Me levanté del césped un poco aturdido por el sol del mediodía y otro tanto porque no sabía para que pudiera estarnos llamando esa gente.  Caminé al lado del observador quien no perdía de vista a la pareja, que ya se unía a la muchedumbre.

-Y estos cuatro, que apenas se nos unen, son piezas importantes en mi campaña –me imaginé que contaba una de esas historias en las que el cuentero crea y recrea sus personajes a partir del auditorio, así que olvidé mi último fracaso literario y me relajé para ser parte de esta historia.

-y prometo –prosiguió el cuentero- que cuando llegue a la presidencia de la república yo… yo voy a…

-a trabajar –dije en voz alta, lo cual produjo unas sinceras sonrisas en el auditorio pero no en el cuentero, quien permaneció callado unos segundos, buscó mi voz entre la muchedumbre y, viéndome fijamente, dijo con mis palabras que ya parecían suyas:

-cuando llegué a la presidencia, yo voy a trabajar –y sin quitarme la mirada preguntó- ¿y usted qué quiere ser cuando yo sea presidente?

-Ministro de Trabajo –contesté, sin medir las implicaciones de mi respuesta.  Me pareció que para la historia que estaba tejiendo, que mejor que tenerme a mí como Ministro de Trabajo, exactamente a mí, que me podía definir como un desempleado por vocación.

-Pues ya tengo al primer miembro de mi gabinete –dijo y continuó lo que ya me empezó a parecer más una disertación política que una historia de ficción y/o espanto.  Y sus palabras se metían por nuestros crédulos poros y subían quedándose clavados en nuestro cerebro creciendo como un tumor benigno, y todos empezaron a vitorear, y yo ya no estaba seguro si él era un contador de historia o un hacedor de historia.

Y al final de la tarde, cuando el sol dejaba ver sus intenciones de refugiarse tras los edificios, ya lo estaba escuchando hablar de los estatutos del Nuevo Partido Político, y la siguiente semana estaba inscribiendo su nombre como candidato a la presidencia de la república, y en las siguientes semanas estábamos visitando los parques de toda la ciudad, vendiéndole sus sueños a todos los desempleados.  En los últimos meses de la campaña visitamos los parques de todo pueblo y ciudad que estaban en el mapa oficial y de todos los caseríos que encontrábamos a nuestro paso.

En este punto de la historia le debo dar crédito a mi madre quien nos financió los viajes no sin antes recordarme que yo era un zángano, un bueno para nada, la mata de la pereza y que tenía mucha cara para irle a pedir plata, precisamente a ella, que se había matado toda su vida para darme una buena educación y mandarme a la universidad para asegurarme un buen futuro, y que no me bastaba con pedirle plata de cuando en cuando dizque para comprar hojas en blanco y llenarlas con quien sabe que porquerías que produce mi mente retorcida, sino que ahora, me había dado por hacer una expedición por el país acompañando a un loco desempleado que quería, de buenas a primera, convertirse en presidente de la república, como si no supiera que eso era sólo para gente con plata, gente importante, un poco corrupta pero importante, no para locos soñadores como usted mijo, y terminar dándome el dinero necesario para ir, eso sí, en el transporte más barato que consiga, dándome uno que otro consejo que una buena madre le da a todo mal hijo y, eso sí, como siempre, advirtiéndome que, en nombre de la santísima virgen María, nunca fuera a escribir una sola palabra sobre ella.

-el mundo está loco mijo, y que tal que a la gente le dé por leer sus tonterías.  Ni una sola palabra mijo, y no quiero que me vuelva a pedir plata, ja, ni más faltaba, ya sabe la respuesta, ja, ni más faltaba.

Nadie daba crédito a los resultados oficiales.  El candidato de los desempleados, quien no había sido tomado en serio por los partidos políticos, empresarios, empleados ni medios de comunicación.  A quien jamás habían entrevistado y quien no apareció en ninguno de los sondeos de opinión, había obtenido la segunda mayor votación a sólo tres puntos del candidato del partido de gobierno, y estaba forzando a una segunda vuelta según un decreto, norma o ley de no sé qué decreto norma o ley electoral.

Como era de esperarse el segundo partido tradicional, tercero en las votaciones, se alió con el partido de gobierno, al igual que los partidos minoritarios, porque debían evitar que un desempleado, loco y falto de todas las cualidades, preparación y experiencia llegara al poder a destruir lo que con tanto esfuerzo habían construido los padres de la patria.  Hasta el partido comunista, nuevamente se aliaba con el gobierno, eso me dolió nuevamente, pese a que ellos me habían botado del partido por considerar que mi aporte no se ajustaba a las expectativas del partido y por ende a las del proletariado.  En palabras de mi madre, porque yo era un bueno para nada.

Los primeros sondeos de la segunda y definitiva vuelta de las elecciones presidenciales mostraban una abrumadora intención de voto a favor del candidato gobiernista: noventa contra el ocho por ciento, noventa y uno contra el seis por ciento, hasta los sondeos más pesimistas para el gobierno mostraban un ochenta y ocho contra el diez por ciento, con una confiabilidad en la encuesta del noventa y ocho por ciento.  Esto era más que extraño ya que en la primera ronda el candidato de los desempleados había obtenido un treinta y tres por ciento.

Hasta que, claro, uno de estos hacedores de encuestas que había estudiado en Harvard se dio cuenta y confesó que los sondeos estaban mal hechos, que la mayor cantidad de estos se estaban haciendo telefónicamente y, que claro, los desempleados o no tenía teléfono o lo tenían cortado por no pago, o no estaban en sus casas para contestar las encuestas ya que; o están buscando trabajo o estaban en los parques.  Y las encuestas personales se hacían en los mismos lugares en las que se hacían las de mercados, y claro, ya para este efecto nadie tomaba en cuenta a los desempleados.  Así que hubo una revolución de sondeos, cambiaron sus estrategias, llegaron a los parques.  Las primeras encuestas alarmaron al gobierno; cuarenta y cuatro por ciento para el candidato de los desempleados contra el cincuenta y cuatro para el candidato del gobierno (en realidad debería escribir: para el candidato del partido de gobierno, pero no tengo muy clara la sutil diferencia) con un margen de error que ya ni menciono porque la gente ya no daba crédito a las encuestas gracias al fiasco de sus anteriores sondeos.

A medida que se acercaba el día de las elecciones, los ataques verbales de los partidos, en contra de nuestro candidato, subían de tono, y con ellos también subía nuestro candidato, medio o un por ciento en las encuestas, con detrimento, por supuesto, del candidato gobiernista.

La última encuesta se dio a conocer, como estípula la ley electoral, una semana antes de la elección presidencial.  Mostraba un cuarenta y nueve punto seis por ciento para el candidato de los desempleados contra un cuarenta y ocho punto cuatro para el partido institucionalista (así lo denominamos ya que en su discurso siempre hablaban de la defensa de las instituciones)  Así que una semana antes y, al versen por primera vez abajo en las encuestas, habiendo exhibido sin mayor decoro sus diversas tácticas democráticas (las ingenuas promesas de reactivación económica como fuente de generación de empleo no habían surtido ningún efecto.  La compra de votos, algo que los partidos históricamente habían manejado muy bien, se les había salido de las manos, y el voto personal cada día se cotizaba más alto en las calles y en la mayoría de los casos estaba dejando de ser un producto negociable.), sólo les quedaba la intimidación… pero esta hubiera causado el efecto contrario y ese domingo se hubiera vivido un verdadero desfile democrático.  La abstinencia, no puedo afirmar que hubiese sido nula, porque no hay poder humano, ni divino, que convenza a mi madre de las bondades de la democracia, pero si hubiesen sido, me atrevo a asegurar, las elecciones con el más bajo índice de abstinencia.  Y al día siguiente, el candidato del partido de los desempleados, abrumadoramente con un sesenta y ocho por ciento, habría ganado las elecciones, para el pesar de los graduados de Harvard que nuevamente habrían cometido uno que otro error en sus proyecciones.

Desafortunadamente este no es el final de la historia.  Las elecciones no se llevaron a cabo.  Me gustaría escribirles aquí la historia que él planeaba para el país, escribirles, así fuera, el fracaso en su intento, escribirles, por ejemplo, que pudieron más los intereses de los empresarios, que pesó más la deuda externa, que sus sueños eran una pesadilla para el Banco Mundial y el FMI, que sus intereses iban en contra de los intereses de los gringos, o, que seguía tercamente aferrado a su determinación de nombrar como ministro de Trabajo a un desocupado por vocación.

Tal vez me gustaría contarles otra historia, que él no era un hacedor de historia sino un contador de historias, el mejor contador de historias que he escuchado.  Que esa tarde en el parque, cuando el sol se confundía con el cemento, uno a uno se fueron yendo para sus casas, y que sólo quede yo escuchado, y que él terminó armando su historia a través de mis ojos y que después de escucharle y tomarnos una cerveza, estoy aquí, en mi cuartilla, llenando hojas, que compró mi madre, con historias que no son mías.

Pero no, el final no es este, como tampoco la intimidación fue la última de sus armas; esa noche, una semana antes de las elecciones, con un solo disparo le volaron todos sus sueños.  (Tantas veces y de tantas formas nos han volado todos nuestros sueños)  No faltaron las declaraciones de conmoción y repudio de La Comunidad Internacional, las promesas por parte del gobierno de no dejar este asesinato en la impunidad, los titulares de ya tocamos fondo de los diarios gobiernistas.  Eso sí, no faltó quien se colocó la máscara, levantó su bandera y utilizó su imagen para preservar las instituciones, y de paso los planes del Fondo Monetario Internacional.

El desempleado observador tiene un alto cargo público, firma los cheques con una pluma que era de él.  En el país continua el minhacienda de turno mostrando como triunfo la reducción de la inflación en detrimento del empleo, y en los cocteles se pavonea con la última medalla que le otorgo el Banco Mundial.  Mi madre no se cansa de darme sermón antes de soltarme cada vez menos dinero, y yo hasta ahora me doy cuenta que las cifras de los periódicos no hablan de desempleados sino de desocupados.

La muchacha del sombrero a rayas…Alterado Ego de Tomás Ferri II

Por Tomás ferri.

Me esculqué el bolsillo dos veces, pese a que no creía en los milagros.  Las monedas viejas y cansadas no querían tintinear, ni siquiera sumar más de dos mil miserables pesos.  De hecho, sólo quisieron llegar a mil seiscientos cincuenta.

Puede haber cafés más baratos, o más exclusivos, pero el café Pasaje es único.  La no homogeneidad de su clientela es lo que siempre me ha atraído.  El no saber que música me espera, los televisores mostrando partidos de fútbol en vivo y que por su ausencia de sonido parecen de la época de Chaplin, el ruido que se confunde con el silencio…

Me senté, pedí un tinto –mil trescientos pesos- y esperé que el ruido que producía cada una de las mesas (a las cuales les iba echando un vistazo para ver si había un personaje que no fuera no-homogéneo que no perteneciera a este café) en un instante cualquiera, en donde el ruido se envuelve como en un ovillo, en involución a un silencio de partitura musical, empezara a acompañarme mientras me tomaba el café.

La situación de hoy la catalogo como grave, de hecho, muy grave aunque similar a la de los últimos días, que digo, a los últimos años, sin embargo, hoy me acompaña Fatalidad.  No sólo por el dinero, después del café sólo me quedarán trescientos cincuenta pesos, que le dejaré a la mesera no sin ocultar un poco de vergüenza por no dejar una propina adecuada.   Fatalidad se había levantado en la mañana conmigo, me había acompañado bajo la ducha, ni siquiera se había echado a un lado cuando la rugosa toalla amenazaba con sacarme la piel, me había seguido por andenes y parques, y se río de mi cuando hacia cuentas exponenciales con las monedas que se hallaban en mi bolsillo izquierdo (El derecho lo tenía reservado para los billetes, era absurdo chequear allí, no valía la pena ni lavarlo, llevaba más de dos años vacío), ahora se sentaba allí, a la mesa conmigo, como otro cliente cualquiera, como otro no-homogéneo cliente del café.

Ya antes de empezar el café sabía que me acompañaba, por los andenes estuve paranoico, pensaba que me iban a robar.  Absurdo, no.  ¿Qué podían robarme? ¿Acaso mis mil seiscientos cincuenta valían el riesgo para un profesional o el esfuerzo para un amateur? ¿Cuál sería la cara del ladrón al ver insignificante cantidad? ¿Cómo sería su angustia? No, ¿Qué me podrían robar? Sin embargo, el pánico se había apoderado de mí.  Sospeché hasta de un par que vestían de ejecutivos, de un anciano que vendía la lotería y de una linda chica que me quería hacer creer que ella era la que sospechaba de mí. ¿Qué iba hacer yo si me robaban mis monedas?

Entre al café y sentí un cierto alivio, no sin antes buscar en las mesas la cara de un ladrón no-homogéneo.  Sin embargo, no estaba seguro como debería ser la cara  no-homogénea de un ladrón.  Al final, me senté y pedí un café, un tinto.  Todo parecía igual que siempre, pero yo no dejaba de preocuparme por mis, únicos, mil seiscientos cincuenta pesos.  Tenía que solucionarlo.  Del pánico a la obsesión ¿o viceversa?  Llamé a la mesera y le pagué por anticipado.  Le deje mi manotada de monedas como si fuera una manotada de lágrimas, y olvide excusarme por la propina.  De repente, me sentí relajado, como después de llorar, el pánico y la obsesión habían huido en espantada.

Ahora sólo quedaba yo, tomando placidamente el café.  Decidí no pensar en nada.  No recordar nada.  Ni mucho menos planear ¿Qué?  No quería amargar mi amargo tinto.

A la mitad del café supe que algo andaba mal, Fatalidad se había metido debajo de la mesa, augurio fatal.  Las puertas del café sonaron como una estampida de fantasmas huyendo en pánico, con un crujido musical, y ella entró.  La muchacha del sombrero a rayas.  Trate de tranquilizarme mirando a otras mesas pero no había otra muchacha con sombrero.  No podía hacerla sacar del café con el argumento que no era un cliente no-homogéneo.

La muchacha del sombrero a rayas se sentó a tres mesas de distancia.  La veía de perfil.  Una cola de caballo salía rebelde debajo de su sombrero a rayas.  El sombrero a rayas era como una extensión de su cabeza, una proyección de su nariz.

La muchacha del sombrero a rayas no miraba a nadie, permanecía concentrada en el café que le habían servido.  En cambio a mí, los espasmos musculares empezaron a atacarme.  La muchacha del sombrero a rayas se quitó la chaqueta y sus blancos y largos brazos quedaron desnudos como una invitación a mi imaginación.

La muchacha de sombrero a rayas ignoraba todo.  Me ignoraba.  Eso me daba una leve esperanza, como si ya no me pudiera robar los mil seiscientos cincuenta pesos, que ya no eran míos.  Me tome los últimos sorbos del café fuera de mí, la ansiedad se había apoderado de mí.   Ella, en cambio, como si serenidad fuera su nombre, degustaba cada sorbo de su café.

Por un rato, alguien corpulento y alto se sentó en una mesa intermedia e impidió que yo viera a la muchacha de sombrero a rayas.  Me tranquilicé, pero no por mucho tiempo.  La muchacha del sombrero a rayas estaba ahí.  Aun sin verla, su presencia me atormentaba.  Debí haber abandonado el café entonces, pero la desesperanza de ya no tener los que fueron mis mil seiscientos cincuenta pesos y la absurda idea que si salía me iban a robar me agobió al extremo de hacerme permanecer.

El personaje alto y corpulento desapareció, como fatalidad, que se había escabullido debajo de las mesas.  La muchacha de sombrero a rayas hablaba por el teléfono celular, con voz inaudible pero coqueta.  La bautice fatalidad.

Fatalidad mastica chicle (yo creía que Sir Alex Fergusson era el único ser humano que aún lo hacía) y trata de dar un último sorbo a su pocillo vacío.  Se levanta, por fin, y creo que se va y la tranquilidad cobijará el café.  La veo venir, directo a mi mesa, la puerta esta casi en dirección opuesta, algo anda mal, recuerdo los que ya no son mis mil seiscientos cincuenta pesos y el no tenerlos me libera, pero por qué, que tal que fatalidad se acercara y me dijera:

-¡Oye! te invito un café.

La veo continuar en dirección a mi mesa ¿A quién? ¿Fatalidad o la muchacha de sombrero a rayas?

Sin soltar saludo se sienta en mi mesa.  No me mira.  Su mirada atraviesa los vidrios y las montañas.  Mirada aniquiladora.  La muchacha de sombrero a rayas dice: Carla; Fatalidad, yo entiendo.

(Alterado Ego de Tomás Ferri II)