Somnium (relato)

Por Edgar Díaz.

“The face of evil is always the face of total need.

A dope fiend is a man in total need of dope.

Beyond a certain frequency need knows absolutely no limit or control.”

William Seward Burroughs

‘Deposition: Testimony concerning a sickness’

Por más que me rehúse, tarde o temprano tendré que asumir la decisión tomada. Odié francamente optar por ella. Estaba hastiado de elegir por los tres. Sólo digo que alguna intervención considerada me hubiera hecho cambiar de parecer, pero que va… Después de todo creo que el tres es un mal número. Somos una cifra cuyos lazos consanguíneos la hacen indivisible pero también dispareja. En realidad creí posible que nuestra madre nos comprendiera a ambos por igual, sin inclinarse la balanza. En eso las matemáticas se equivocaron: la mitad de tres no es uno y medio, es dos y uno aparte.

Está muy anciana y el panorama marchito empeora cuando la veo con la mirada apesadumbrada por su hijo favorito que decae en la enfermedad, una que lo ha mantenido agonizando en silencio durante años. El doctor Serrato me prometió no denunciarme por mi réprobo proceder al obligarle a desahuciar a Tomás el mes pasado. Acepto que esa vez fui presa de la desesperación. Serrato insistía con la absurda idea de guardar la esperanza. Sostenía que todavía puede encenderse el faro que atraerá algún navío mensajero de portentos divinos a puerto seguro. En cuanto a mí, la luz del dichoso faro se me hacía una proyección socarrona y ridícula. Una que estaba empalagando de expectativas engañosas a cuanto pariente chismoso venía a alentarnos, a alentarlo…

Hubo varias perspectivas de esta situación que muchos aprovecharon para juntar las piezas familiares que se habían exiliado sin permiso, como la fastidiosa prima Susana, que calificaba de ingratos a quienes fueron a probar fortuna en el extranjero. Otros, como el jesuita del tío Virgilio, la usaron para pasar revista de sus intereses ya que, si Tomás estiraba la pata, la tajada de la herencia que papá le dejo a toda la familia se les agrandaría. Cabe nombrar otro grupo de incrédulos realistas, escépticos sensatos, que asumimos lo que acontecerá en efecto. Una facción unitaria de la que por desgracia soy miembro exclusivo, pues sin esperar ansiosamente los beneficiosos eventos colaterales que se desatarán retocados de falaces condolencias, deseo que todo termine pronto.

Desde hace unas pocas semanas, al finalizar la quimio, me percaté cómo él alimentaba las ilusiones de mamá. La escueta sonrisa que le dedicaba a duras penas era capaz de disimular esos cuencos oculares, ojerosos de tanto pasar noches en vela trasbocando. Un patetismo propio de canallas con ínfulas de San Lorenzo a sabiendas de que la muerte les dora a fuego lento las costillas. Recostado en cama, ella le inyectaba la morfina. Quería que no le privaran ese capricho, así que puse al tanto a la enfermera jefe para que no la interrumpiese. Solo debían intervenir en caso de generarse complicaciones de gravedad. A medida que el elixir onírico ascendía por la jeringuilla, se contorsionaba leve.

Ella le narraba historias de viajes remotos cuando el calmante alcanzaba su punto álgido: ambos imaginaban que eran vencejos, aquellos pájaros con alas en forma de hoces pequeñas; peregrinos acérrimos que casi nunca se detienen a descansar. Imaginaban que convertidos en aquellas aves podrían visitar a Dios en su palacio del Sol, siguiendo el rumbo marcado por un eclipse tan prieto como la obsidiana, a la espera de no ser quemados en su proeza. Le pedirían, como tantas otras veces, la concesión del milagro de restaurar la salud del convaleciente.

Será esta noche. La he visto llorar a solas lo suficiente como para que me desgarren las entrañas mientras, de manera frenética, acaricia los rojizos bucles de la peluca entre sus dedos nerviosos. Existe un riesgo patente de ser descubierto por algún inoportuno o de ser delatado por quien ya intuye mis radicales intenciones. Aún así, hay que sentir de vez en cuando la caricia fría de la adrenalina deslizarse por el dorso, liberando impulsos y conteniendo miedos. Las culpas que mis familiares disparasen cuando se enteren de lo ocurrido no tendrán impacto sobre mí. Todos ellos carecen del anhelo egoísta de vivir y dejar morir, no entienden que su cáncer se esparce sobre nuestras vidas. Nos va parasitando y estamos muriendo con él. Por fortuna el arma homicida estaba a la mano. El vencejo se detendría al fin para morir extenuado, sin haber alcanzado su indefinido horizonte. Abandonaría ese cuerpo abatido, todavía sedado, con cada débil ahogo del almohadón. El faro apagará al fin su luz y ningún navío llegará a aquella bahía infausta. Ni por uno ni por dos

“No se lo digas a nadie, mucho menos a mí, hermano mío. Era mucho dolor a cuestas para soportarlo. Mayor era su carcoma que el de cualquier remordimiento. Pero ya no importa, dejarás de vivir indignamente siendo alimentado de piedad y migajas. Puede que mamá se vaya a la tumba contigo. O bien puede recapacitar y andar el tramo de la milla verde que le falta. Así es como debe ser el corazón indivisible de una madre”

Había sinceridad en mis palabras y sosiego en mi actuar. Estaba contento por la lección asimilada en reacción a las tercas mesuras que los demás adoptaron para mantenerlo con apariencia de vivo.

            Es posible hacer justicia con la maldad.

Fue la única lección de provecho.

[2009]

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