Por Alejandro Torres.
Hay tipos que no tienen nada qué decir y sin embargo inundan los estantes de bibliotecas ahogados en el afán de inmortalizar su pluma y perpetuar su idea del tedio en las mentes de un lector que siempre implacable acabará por descubrir que lo mismo daba un libro que un block de hojitas en blanco cuando no una forma más decente y frentera de plagio. Lo sorprendente es que de tanto errar buscando historias que se precien de tales, uno acaba por descubrir que aún queda quien las cuente. Sin más preámbulo debo aceptar las buenas migas que los cuentos de Fernández han hecho conmigo. hace rato que lo leí y le debo algo más que una simple reseña. No es tan seguido que un local suene universal. Se vuelve felíz la hora en que nos topamos con el desparpajo premeditado de un cuento que suena cierto por inverosímil que parezca. Fernández nos lleva de la mano de los sueños que no se cumplen. Sus cuentos saben a la sangre que le queda a uno en la boca luego de esa pelea que creíamos ganada. No juega al Bukowski y sin embargo nos tira la palabra al rostro y le gusta soñar con mujeres que se van y uno de nuevo con la palabra mágica para ella, justo media hora después de haber pagado una cuenta que no sirvió de nada. Son relatos como fragmentos del tiempo en que perdimos la inocencia y supimos que nos iban a traicionar y que cuesta trabajo vivir siendo fiel a uno mismo. Las calles de Íos y sus cuentos son las esquinas que uno duda en doblar; páginas que todos conocemos y duele que vuelvan a aparecer. Fernández, boxeador de letras y dueño de una prosa callejera pero elegante, nos está regalando una forma escasa de desvelarse con recuerdos gratos o tristes; propios de esas humanidades que se niegan a bajar la guardia, que prefieren la revancha a la otra mejilla. No sé qué le depare a este realismo que no es solo sucio, a este realista a mano limpia que un día dijo que lo único que no iba a perder eran sus dientes. Hoy leo sus cuentos y veo cómo pasa el tiempo desde la tarde, hace ya años, en que leí algo de su prosa y noto que solo se ha robustecido y sigue firme en su argumento del brazo que se dobla pero no se parte. Lejos del cliché del perdedor barato al que nos ha acostumbrado la actual literatura que se las juega de recia pero no es capaz de bajar al infierno sin sonar impostada. Sin más que agregar y luego de reír y quedar perplejo cuando no un poco apaleado por sus golpes de tinta, espero que no tengamos que aguardar mucho para leerlo de nuevo. Por favor.