Por Sebastián Montero Vallejo.
Este libro le quema a uno las manos. A Sartre, ese señor tan amigo de la Unión Soviética y su sistema político (que no de los gulags, aunque le molestó que Camus los repudiara), le sorprendió la novela; incluso, introdujo un fragmento de ella como epígrafe en La nausea. En toda Francia fue una revolución. No recibió el Goncourt pero casi. La elogió hasta León Trotski. Nadie en ese momento se imaginó, no obstante, que su autor, un aspirante a médico que combatió en la Primera Guerra Mundial, tuviera que salir huyendo de Francia al final de la Segunda: Céline resultó ser un redomado y afecto antisemita (su segundo libro, un volumen misceláneo, llevaba un título sugestivo: Bagatelas para una masacre; el tercero llevaba otro muy elocuente: Escuela de cadáveres). Llegó a Dinamarca, fue apresado allí, y la conveniente dilación en el proceso que lo llevaría deportado a Francia fue lo único que lo salvó de un fusilamiento seguro. Eso, y demostrar que nunca recibió dinero por sus colaboraciones en la prensa nazi. Al final no se sabe qué es peor: salvó el pellejo por no ser un colaboracionista venal. Drieu La Rochelle tuvo la decencia de matarse aun cuando no era antisemita (colaboró con los ocupantes pero incluso dio refugio en su hogar a algunos judíos). Céline, en cambio, escribió desde su confinamiento danés que él no odiaba a los judíos, y que, antes bien, si lo hubiera querido, habrían muerto algunos miles más, cosa que, presumía, debía agradecérsele… Un buen tipo: “los judíos deberían levantarme una estatua por el daño que no les hice y que bebería haberles hecho”. Para George Steiner la cosa iba por otro lado: segura y simplemente, Céline habría enloquecido.
Molesta un poco que a uno le resulte genial la obra de un hombre de semejantes rasgos. Uno esperaría que los escritores tuvieran cierta altura moral, una dignidad a aprueba de mezquindades y facismos. Bueno, resulta que son seres humanos, y además de escritores antisemitas y colaboracionistas, los hay idiotas, trepadores, racistas, xenófobos: de todas las pelambres y calañas. Decía André Gide (creo) que la mala literatura se hace con buenas intenciones… No sabemos si en la novela las de Céline fueran las peores, pero en virtud de esta y las otras seis que publicó (murió un día después de enviarle la última a su editor) se acomodó en un lugar de privilegio en la historia de la literatura. Javier Cercas citaba a Andrés Trapiello en Soldados de Salamina: Sánchez Mazas ganó la guerra pero perdió la historia de la literatura. En este caso fue al revés. Pero así es: en el corazón del hombre (esa tiniebla, o ese nudo de víboras, para decirlo con el católico Mauriac) se encuentran y se dan la mano lo mejor y lo peor: Céline odiaba a los judíos pero, perra contradicción, como médico trataba a los más pobres y desamparados. Cuando se enteró de los campos de exterminio se sintió horrorizado, pero jamás, contó su esposa, mostró arrepentimiento por sus afirmaciones.
En cuanto a la novela… es como si Lautreamont hubiera escrito El corazón de las tinieblas. O como si Kurtz hubiese salido de la jungla para escribirla él mismo. Desde los campos de batalla de la primera gran guerra al África colonial, y de allí de vuelta a Francia, el narrador es un lanzallamas de escepticismo y amargura.
Ferdinand Bardamu, trasunto evidente de Céline, y protagonista y narrador de la historia, se une a las tropas francesas para combatir en la Primera Gran Guerra. Allí inicia un examen desesperado de las motivaciones que llevan al hombre a arrojarse a la mutua depredación (tan normal en él). En medio de los estallidos el narrador señala el odio incólume que se esconde detrás no solo de las acciones bélicas, sino de la mayoría de las relaciones que se establecen en virtud del contrato social, y desenmascara el engranaje en virtud del cual los Estados se ocupan de los ciudadanos solo en el momento en que estos están en capacidad de ir a morir en las trincheras; los demás, los que se quedan en las ciudades escuchando las noticias en la radio, arengan y aplauden mezquinamente el patriotismo de los soldados: “Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de palmarla: por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los mismos, llagada la guerra”.
No se trata más que de amargura. Y la amargura se entiende: una cosa es volver del infierno, y otra es la sensación de quedarse en él para siempre: “Después, sólo fuego y estruendo. Pero es que un estruendo que nunca hubiera uno pensado que pudiese existir. Nos llenó hasta tal punto los ojos, los oídos, la boca, al instante, el estruendo, que me pareció que era el fin, que yo mismo me había convertido en fuego y estruendo”.
Fuego y estruendo: esa es la escritura de Céline. Las páginas de esta novela retumban a cada instante: su estilo hace suyos el odio y el desprecio que sugieren el hombre y sus acciones. Céline, antes que describir unas situaciones (la guerra, los viajes, África, Estados Unidos y por supuesto París) y abordarlas a la manera burguesa del espectador (que se trastorna pero que también bosteza), pareciera entrecruzar los discursos: su narración es, en el fondo y fundamentalmente, una reflexión, una topografía del rostro del hombre y de su oscuro corazón: el viaje hasta el final de la noche es un viaje a través del hombre, a través de su oscuridad.
***
Hacer una comparación entre Céline y Lautreamont es, no obstante, inexacto: Al final de su corta vida, el Conde de Lautreamont renegó de los Cantos de Maldoror. Céline, impasible, nunca renegó de sí mismo ni de nada: ni de los campos de concentración, ni mucho menos de sus libros.