Por Alejandro Torres.
Hace rato que no veía cine nacional. La verdad es que no encuentro mucha destreza a la hora de aportar nuevos hilos narrativos al cine colombiano actual; sin embargo, esta peli me ha traído algo más que simples casi dos horas de entretenimiento. La calidad de la interpretación de esta historia me agradó pero aunque se pega del viejo recurso de que no siempre pierden los buenos, también resulta bien hilada. Vale la pena porque nos hace vernos un poco sin caer en el matonismo chabacano que nos dejó nuestra traquetización de lo colectivo. Porque contar un enredo con gracia siempre será mejor que la rutina del balazo narco y la camioneta grande. Las locaciones no destiñen y la estructura de tensión, tan difícil para colombianos y violentos que somos, no se cae nunca. Pienso que ahora que no gastamos veinte millones en una lata para filmar, es hora de narrar historias que nos rebelen más allá de lo mafioso y que aunque esta peli demuestra que los asuntos calientes nos atraen, también se pueden contar cosas cotidianas sin perder un ápice de magia. No siendo para nada lo mejor que he visto, tampoco cae en la caneca de mis arrepentimientos. Me gustaría que, al menos, disponiendo ahora de lo digital, donde lo amateur se desplaza hacia la capacidad creativa de narrar con imágenes, a los colombianos no nos deje de interesar contarnos cosas a los ojos, siempre sedientos de un mejor cine; sin clichés y sin ganas de una falsa memoria que nos lleve siempre a repetir Rodrigo D o la Estrategia del caracol.
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