Gozque y Kimil

Por: Tomás Ferri.

Un amigable lamido en la pata herida lo despertó.  Debería –si pudiera- pensar que estaba en el infierno; y no porque los calurosos rayos del sol laceraran sus otras heridas, sino porqué quien lo lamía era el ser más horripilante que jamás había visto.  Era difícil pensar que esa cosa… disforme, en el algún momento había sido un cachorro.  No tuvo tiempo para siquiera quejarse antes que sus ojos se volvieran a cerrar.

Cuando despertó estaba en el interior de una casa.  Bueno, para que lo entendamos, él había vivido en enramadas construidas en tugurios que, a punto de derrumbarse, estaban en mejor condición.  El hombre que cuidaba de él se obstinaba en hablarle ese insulso lenguaje de los humanos, y peor aún, la mayor parte del tiempo hablaba sólo para sí mismo.

Tras el largo tiempo de convalecencia se terminó quedando.  Por agradecimiento, por no sentir aun las fuerzas suficientes para irse, por no tener a donde ir, o, porque intuía que, como él, aquel hombre que lo había cuidado estaba refugiado en la huída.

Lo primero que corroboró, cuando se pudo levantar y salir de la casa, fue que sus ojos no lo habían engañado ni había sido producto de los delirios cuando estaba tirado en una zanja cercana; el perro que le había lamido la herida parecía ser víctima de la sarna, las garrapatas y del ataque diario de una gavilla de hienas.  Gozque, generalmente así lo llamaba el hombre, pero igual también le decía Sarna o Belcebú, las moscas siempre lo seguían.

Él, pese a la cicatrización de sus heridas y a la pata víctima de un tiro, causaba respeto, si acaso miedo, pero no desazón.  Era negro azabache y siempre lo habían llamado Diablo, Lucifer, Satanás y cosas semejantes, con la excepción que cuando cachorro lo llamaron Vampiro.  Kimil lo llamó este hombre.

No había viviendas cerca donde merodear así que Gozque y Kimil pasaban la mayor parte del tiempo echados a la sombra del árbol más cercano y en la noche se metían en lo que pretendía ser una cocina a acompañar a su esquivo amo.

El comportamiento de este amo era más peculiar que los que había tenido hasta entonces.  Parecía como si ni él ni Gozque existieran, los determinaba poco.  Lo único común con pasados amos es que en ocasiones hablaba con ellos como si hablara con uno de su especie.  No comía mucho y, por supuesto, ellos tampoco.  El hombre echaba más de la mitad de su comida en un mugriento recipiente de lata, así que se tenían que conformar con lamer hasta dejarlo casi brillante, lo rescatable de su situación es que las palizas estaban ausentes.  Y, el hombre, dormía más bien poco, así que ellos tampoco dormían en la noche, aprovechaban la modorra que acompañaba las tardes y, bajo los árboles, se ponían al día -en cuanto a horas de dormir se refiere.

En el tiempo que lo acompañaron, que es difícil de calcular porque la percepción que tienen los perros del tiempo parece limitarse al presente progresivo, Kimil había percibido que el único contacto que este hombre tenía con su mundo se limitaba a la normal transacción comercial con una tienda que encontraban después de una larga caminata montaña abajo y con un lugareño que, de cuando en cuando, se aparecía para que este hombre le enseñara a tocar guitarra.  Este lugareño también parecía un eremita pero su rostro siempre reflejaba un estado de tranquilidad.

La rutina los absorbió de manera que cada noche parecía perpetuar las anteriores.  Sin embargo, una noche el hombre se levantó de la mesa y se acostó emitiendo unos extraños gemidos.  Kimil se acercó a la cama y supo que algo andaba mal, la normalidad había sido quebrada.  Gozque, por su parte, se dirigió a la puerta pero ésta tenía tranca.  Los dos se echaron al lado de la cama mientras sus lánguidos aullidos se confundían con los gemidos del hombre que deliraba.  En sus delirios el hombre veía su mano esbozando una y otra vez, en unas hojas ajadas, lo que parecía el mismo rostro; una mujer joven, con una amargura fuera de lugar que arrugaba sus labios y no iba con el resto del rostro.  Por más que su mano se esforzaba, bosquejo tras bosquejo, no podía deshacer la desdicha de aquellos labios.  Y veía a Kimil olisqueando las hojas ajadas, no como tratando de percibir el aroma de aquella joven, sino como buitre sobrevolando la carroña.

El hombre dejo de delirar, de quejarse y también dejo de respirar.  El tiempo que no comprendían siguió pasando y en su progresivo presente sólo el hambre los comenzó a azotar.  Husmearon por la casa olisqueando cada rincón y, pese a no esperar gran cosa, destruyeron la alacena pero desafortunadamente lo poco comestible que había allí, lo único que consiguió fue desencadenar un violento apetito.

No morderás la mano que te alimenta.  Pero, ¿si esa mano deja de alimentarte?

Cuando, una noche, el lugareño derribó la puerta no pudo ver la escena como propia de la naturaleza y las circunstancias: hambre-carne.  Vio al mismísimo Belcebú hundido en las pocas tripas que le quedaban a aquel hombre, moscas que jamás se asquean revoloteando como en una danza macabra.  El lugareño, ante esta escena nauseabunda, no sabía si vomitar, salir corriendo o tratar de espantar a Belcebú cuando sintió unos ojos que lo veían, era Yum Kimil que sí había reparado en él.  En la oscuridad esos ojos brillaban de un modo que él pensó era sobrenatural, su figura no se podía ver pero parecía humana:  sentía la energía del cazador fortalecido por el espíritu apropiado de su caza, percibía el instinto del antropófago saciado y, por encima de todo, veía brillando los colmillos sangrados como de vampiro.

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